lunes, 8 de enero de 2024

PRESENTACIÓN

Como historiador e investigador no estoy de acuerdo en que la Edad Media haya sido la "Edad de las Tinieblas" por antonomasia, pero no es mi propósito reivindicar una época sino ayudar a conocerla mejor, con sus luces y con sus sombras, como cualquier otra. 

Muchos pensamos que el conocimiento de la Historia resulta imprescindible para poder alcanzar la necesaria madurez intelectual; en algunos aspectos puede ser tan importante como el conocimiento de uno mismo. Sin duda por eso, desde siempre, especialmente desde la Ilustración, los hombres hemos buscado en la Historia, con mayor o menor intensidad, la razón de nuestro presente. Sin embargo, últimamente, los saberes históricos, como en general las ciencias humanas, están siendo relegados a un papel secundario; sobre todo, aunque no solo, desde el punto de vista educativo. Entre las muchas cosas desplazadas por la mentalidad actual, utilitarista y escéptica, se encuentra sin duda la propia conciencia histórica. No me refiero, desde luego, a la mera información, más o menos exacta y puntual, sobre determinados sucesos o personajes del pasado. Me refiero más bien al conocimiento profundo de las distintas épocas históricas por las que ha pasado la humanidad.

Normalmente nos remontamos a una prehistoria, anterior a la invención de la escritura, de la que nuestra información es muy limitada. Después viene la Antigüedad, unos cuatro mil años antes de Cristo, con el desarrollo de civilizaciones extraordinarias, presididas, salvo excepción, por terribles tiranías, que acabaron por desaparecer, pero que nos dejaron un importante legado cultural y artístico. Por fin, por lo menos en Occidente, pero también en gran parte de Oriente, llegó la Edad Media, en la que después de un período difícil, nacieron nuestras ciudades y se pusieron los fundamentos de la prosperidad agrícola y comercial de Europa. Sobre todo, nació eso Europa, la Cristiandad, donde además del desarrollo material se pudo vivir una de las épocas más maravillosas de la humanidad, fundamentada en una profunda religiosidad, que dio a la vida de hombres y mujeres una proyección hasta entonces desconocidas, eran los siglos XII y XIII.

Al cabo, durante los siglos siguientes, graves crisis y dificultades, advenidas por desastres naturales y guerras fratricidas, nos metieron en la modernidad, donde todo lo bueno y lo malo de las etapas anteriores, se puso al servicio de los occidentales, que además de descubrir nuevos mundos no dejaron de hurgar en el pasado, quizá más que nunca, eligiendo los valores de la antigüedad sobre los del medievo, que condenaron al olvido. El desarrollo material y político, a pesar de las tremendas desgracias y guerras que han conllevado en los últimos siglos, pareció darles la razón. Pero al final, ni siquiera la revolución tecnológica ha conseguido salvar al hombre de su temporalidad, del sinsentido de unas vidas tan cortas y miserables, bajo la tiranía de los poderes estatales y la cosificación en el seno de unas masas hedonistas y depravadas. Sin duda por eso, los últimos pontífices han pedido con insistencia a los europeos que vuelvan los ojos a sus raíces cristianas, a la fe que sirvió de fundamento a la plenitud medieval, a pesar de las miserias humanas.

viernes, 31 de marzo de 2017

HUMANISMO CRISTIANO*

Una de las mayores desgracias de nuestra sociedad es la pérdida del humanismo cristiano. Es decir, del verdadero conocimiento de la naturaleza humana, desde una perspectiva teológica y filosófica. Quizá no haya nada tan importante como esto, pues si negamos nuestro propio ser, para reducirlo a lo puramente material, todo es vano y absurdo. Aristóteles o Platón, que no habían recibido ningún tipo de revelación, supieron descubrir la realidad espiritual y material del ser humano, el alma y el cuerpo. La revelación bíblica y la Encarnación de Cristo llevaron este conocimiento a su verdadera dimensión. La humanidad no era una casualidad del azar, un absurdo fruto de no se sabe qué fuerzas ocultas, sino la Creación de un Dios Providente y Redentor.

Así las cosas, el ser humano pudo ver y tocar a Dios en el Verbo Encarnado; o sea en Cristo. Un hombre perfecto que cambió el curso de la Historia en el sentido más profundo y extenso. La Palabra se hizo carne y llegó hasta los confines de la Tierra, que conocieron al Dios y Hombre Verdadero. A estas alturas todos los pueblos han podido y pueden descubrir la verdadera dimensión de la naturaleza humana, en lo espiritual y en lo temporal. Así nos ocurrió a los occidentales y gracias a eso hemos podido construir un mundo más justo, más humano y misericordioso.

El esfuerzo, con todas sus limitaciones, ha dado frutos maravillosos, entre ellos Europa, cuna de lo que hoy llamamos cultura occidental, que nació como una Cristiandad, donde los seres humanos, en medio de la terrible incertidumbre y tragedia que la propia vida conlleva, encontramos un ámbito de libertad y de prosperidad, acorde con nuestra naturaleza. El conocimiento de esa verdadera dimensión de la naturaleza humana, a través del cristianismo, ha sido por tanto, y puede seguir siendo, una ayuda importante, como se puede constatar a poco que estudiemos sin prejuicios nuestra historia. También es verdad que, como toda ayuda, resulta prescindible. En definitiva estamos hablando de una realidad, la humana, con una doble dimensión, la temporal y la eterna. La primera, que todos conocemos y en la que no hace falta creer, tiene por desgracia la posibilidad de estropearse, de deshumanizarse. Esto también es fácilmente constatable, sólo hay que mirar a nuestro alrededor para ver que, como nunca, imperan el egoísmo y la miseria.

Durante mucho tiempo las sociedades occidentales pusieron lo espiritual por encima de lo temporal, hasta que un día algunos “ilustrados”, cegados por la soberbia de un saber vano y parcial de la humanidad, fueron convenciendo a los occidentales que solo era importante lo de tejas abajo, que en el fondo el hombre no era más que un animal más, aunque estuviera muy cualificado. Poco a poco lo útil y lo inmediato, lo que se podía disfrutar en los breves años en que dura una generación, pasaron a suplantar al humanismo cristiano que daba verdadero sentido la vida.

Hoy que los occidentales hemos alcanzado un gran bienestar y un importante desarrollo técnico, solo nos preocupa retrasar la muerte y gozar del poco tiempo que tenemos, condenados a vivir a corto plazo; es más a autodestruirnos, al negar sistemáticamente no sólo nuestra propia naturaleza, sino la realidad de las cosas. El resto de la humanidad nos importa poco y los grandes ideales se desvanecen por momentos. Renunciar al humanismo cristiano, como decía al principio, es una gran pérdida, la ignorancia casi irreversible que tienen nuestros jóvenes de su verdadera naturaleza una gravísima hipoteca, callarse por miedo o cobardía el peor pecado. Dios salvó el abismo que había entre Él y nosotros con la Encarnación de Cristo, hoy el puente lo rompemos nosotros para desentendernos de su poder salvífico y vivir dentro de nuestra pobre miseria, sin saber siquiera quienes somos y cuál es nuestro destino.

Publicado en la Revista Dumio el 30 de marzo de 2017

miércoles, 11 de enero de 2017

PERMANECER Y COMPRENDER

A estas alturas no voy a ocultar mi admiración por la sabiduría y la santidad de Benedicto XVI. Cuando nos dejó, un poco huérfanos, para dar paso a la elección del papa Francisco, gracias a la providencia con que el Espíritu Santo cuida de su Iglesia, escribí un breve artículo que se titulaba ¡Adiós! Bien es verdad que como aclaraba en aquel breve escrito, no se trataba de una despedida, pues cuando nos encontramos con algo o alguien que nos aporta tanto bien y cala tan profundamente en nuestro entendimiento, no estamos dispuestos a prescindir definitivamente de su influencia. Hay experiencias que marcan y enriquecen y con las que estamos deseosos  de reencontrarnos continuamente.

La obra de Joseph Ratzinger es un pozo sin fondo de conocimientos realmente provechosos, por no decir maravillosos, relacionados con las verdades fundamentales de la fe y la piedad cristiana. Se trata de uno de los grandes teólogos de nuestro tiempo, que desde su Cátedra universitaria y a través de su incansable labor al servicio de la Iglesia, sobre todo durante la época del Concilio Vaticano II, ha aportado luz nueva para los creyentes. Como he tenido oportunidad de manifestar más de una vez, su “Introducción al cristianismo” o su trilogía sobre “Jesús de Nazaret”, por citar sólo algunos de sus escritos, son una contribución espléndida desde la perspectiva filosófica y teológica, una verdadera gozada intelectual, si se me permite hablar así.

Pero más allá de tanta sabiduría se encuentra el descubrimiento de una vida, que por si algo se caracterizó fue por lo que el mismo Ratzinger denomina como “permanecer y comprender”; es decir afincarse en la fe y el amor a Cristo, con un sentido de la realidad recibido, que afirma la supremacía de lo invisible y permite afrontar la vida de una forma mucho más auténtica y humana. Mientras sus predecesores en el pontificado, están siendo reconocidos y aclamados como santos, ya en ese ámbito invisible que solo conocemos por la luz de la fe, Benedicto XVI continúa entre nosotros como testimonio vivo de esa misma fe de la Iglesia.

El libro del periodista Peter Seewald, Benedicto XVI. Últimas Conversaciones nos permite conocer muchos aspectos de la vida su vida. Un siervo de Dios, un hombre de fe, situado ante la realidad, visible e invisible, natural y sobrenatural, con una luminosidad que resulta ser un don de Dios y a la que vale la pena acercarse para encontrar respuesta al significado real y verdadero de nuestras vidas.


sábado, 28 de enero de 2012

SER HISTORIADOR


Hoy ser historiador es un oficio digno pero poco rentable, en realidad nunca lo ha sido demasiado, lo de rentable, por el mero hecho de tratarse de una profesión, como casi todas las que derivan hacia la enseñanza  o la mera producción cultural, que por lo general no asegura ni proporciona lo que habitualmente llamamos porvenir. Algunos hemos tenido la oportunidad de ejercerla con cierta dignidad y desahogo en el ámbito universitario, otros lo han hecho de forma similar en las enseñanzas medias; a pesar de que cada vez es menor el peso que ha venido teniendo la enseñanza de la Historia en la formación de los más jóvenes.

No han faltado quienes estudiando Geografía e Historia o la antigua Filosofía y Letras, hoy Humanidades, acabaron desarrollando su vida profesional en ámbitos muy diversos, más o menos relacionados con la formación universitaria que recibieron. Incluso algunos, y conozco más de un caso, que acabaron triunfando como ejecutivos en la empresa privada, donde sí encontraron éxito material y recompensa económica.

Aunque estos últimos son los menos e incluso la excepción que confirma la regla, me gusta destacarlo porque  su éxito, del que en algunos casos he sido testigo directo, al margen de otros factores y cualidades, sin duda estuvo facilitado por su buena formación humanística.
Sin embargo, el problema de ser hoy historiador no es simplemente cuestión de rentabilidad, que ya es bastante; le afectan además otras circunstancias importantes. Por una parte la pérdida de terreno que han sufrido, en general y desde el siglo de la Ilustración, las ciencias humanas frente a las ciencias naturales e, incluso, frente a las ciencias sociales. No cabe duda de que nuestro estado de bienestar actual, fundamentado en las mejoras científicas y tecnológicas, podría explicar y hasta justificar este fenómeno.

Pero es que, además, la misma Historia como ciencia, está dejando de ser uno de los grandes instrumentos de que nos valíamos, hasta hace no mucho, para tratar de comprender mejor e, incluso, mejorar el mundo en que vivimos. Ya le pasó a la Teología con la llegada del Renacimiento, e incluso a la misma Filosofía, tras ser sometida al racionalismo cartesiano y derivar finalmente en el materialismo histórico.

Es verdad que, a pesar de todo esto y de las tendencias positivistas del siglo XIX, durante el siglo XX la Historia como ciencia vivió una de sus etapas más fructíferas y gloriosas: escuelas e historiadores de gran importancia y renombre realizaron una labor excepcional. Incluso médicos y pensadores, como Marañón o Madariaga, acabaron siendo historiadores. Hoy ya no, el pasado ya no nos da las respuestas que esperábamos, quizá porque no nos las podía proporcionar, como antaño habían hecho la Teología o la Filosofía. Como mucho, hoy preferimos acudir a sociólogos, psicólogos o pedagogos para que nos den respuestas menos abstractas y más útiles para nuestros problemas inmediatos.

Aunque la afirmación pueda ser un tanto exagerada, se podría decir que entre escarceos antropológicos, con planteamientos cada vez más pobres, y el eruditismo puro y duro, la Historia languidece a falta de grandes maestros y grandes obras.

Desde la Antigüedad Clásica hasta nuestros días, siempre ha habido historiadores que, con mayor o menor fortuna, han elaborado sus trabajos y han escrutado en el pasado las razones de su presente, aun en momentos particularmente oscuros y difíciles. Así lo hizo, a finales del siglo IX, el autor de una Crónica que le mando hacer el rey Alfonso III de Asturias; quien en medio de la rusticidad y sencillez de su relato, nos habla de los “rudos tiempos” en que les había tocado vivir.

También hoy podríamos decir que, “en estos rudos tiempos”, el de historiador es un oficio digno aunque no sea muy rentable en primera instancia.

*Artículo publicado en el DIARIO DE FERROL el 28 de enero de 2012