Una de las mayores desgracias
de nuestra sociedad es la pérdida
del humanismo cristiano. Es
decir, del verdadero conocimiento de
la naturaleza humana, desde una perspectiva
teológica y filosófica. Quizá no
haya nada tan importante como esto,
pues si negamos nuestro propio ser,
para reducirlo a lo puramente material,
todo es vano y absurdo. Aristóteles o
Platón, que no habían recibido ningún
tipo de revelación, supieron descubrir
la realidad espiritual y material del ser
humano, el alma y el cuerpo. La revelación
bíblica y la Encarnación de Cristo
llevaron este conocimiento a su verdadera
dimensión. La humanidad no era
una casualidad del azar, un absurdo
fruto de no se sabe qué fuerzas ocultas,
sino la Creación de un Dios Providente
y Redentor.
Así las cosas, el ser humano pudo ver
y tocar a Dios en el Verbo Encarnado;
o sea en Cristo. Un hombre perfecto
que cambió el curso de la Historia en
el sentido más profundo y extenso. La
Palabra se hizo carne y llegó hasta los
confines de la Tierra, que conocieron
al Dios y Hombre Verdadero. A estas
alturas todos los pueblos han podido
y pueden descubrir la verdadera
dimensión de la naturaleza humana,
en lo espiritual y en lo temporal. Así
nos ocurrió a los occidentales y gracias
a eso hemos podido construir un
mundo más justo, más humano y misericordioso.
El esfuerzo, con todas sus limitaciones,
ha dado frutos maravillosos, entre ellos
Europa, cuna de lo que hoy llamamos
cultura occidental, que nació como
una Cristiandad, donde los seres humanos,
en medio de la terrible incertidumbre
y tragedia que la propia vida
conlleva, encontramos un ámbito de
libertad y de prosperidad, acorde con
nuestra naturaleza.
El conocimiento de esa verdadera dimensión
de la naturaleza humana, a
través del cristianismo, ha sido por tanto,
y puede seguir siendo, una ayuda
importante, como se puede constatar
a poco que estudiemos sin prejuicios
nuestra historia. También es verdad
que, como toda ayuda, resulta prescindible.
En definitiva estamos hablando
de una realidad, la humana, con una
doble dimensión, la temporal y la eterna.
La primera, que todos conocemos y
en la que no hace falta creer, tiene por
desgracia la posibilidad de estropearse,
de deshumanizarse. Esto también es
fácilmente constatable, sólo hay que
mirar a nuestro alrededor para ver que,
como nunca, imperan el egoísmo y la
miseria.
Durante mucho tiempo las sociedades
occidentales pusieron lo espiritual por
encima de lo temporal, hasta que un
día algunos “ilustrados”, cegados por
la soberbia de un saber vano y parcial
de la humanidad, fueron convenciendo
a los occidentales que solo era importante
lo de tejas abajo, que en el fondo
el hombre no era más que un animal
más, aunque estuviera muy cualificado.
Poco a poco lo útil y lo inmediato,
lo que se podía disfrutar en los breves
años en que dura una generación, pasaron
a suplantar al humanismo cristiano
que daba verdadero sentido la vida.
Hoy que los occidentales hemos alcanzado
un gran bienestar y un importante
desarrollo técnico, solo nos preocupa
retrasar la muerte y gozar del poco
tiempo que tenemos, condenados a vivir
a corto plazo; es más a autodestruirnos,
al negar sistemáticamente no sólo
nuestra propia naturaleza, sino la realidad
de las cosas. El resto de la humanidad
nos importa poco y los grandes
ideales se desvanecen por momentos.
Renunciar al humanismo cristiano,
como decía al principio, es una gran
pérdida, la ignorancia casi irreversible
que tienen nuestros jóvenes de su verdadera
naturaleza una gravísima hipoteca,
callarse por miedo o cobardía el
peor pecado. Dios salvó el abismo que
había entre Él y nosotros con la Encarnación
de Cristo, hoy el puente lo
rompemos nosotros para desentendernos
de su poder salvífico y vivir dentro
de nuestra pobre miseria, sin saber siquiera
quienes somos y cuál es nuestro
destino.
Publicado en la Revista Dumio el 30 de marzo de 2017
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