Relatos del siglo XII

 1. El conde de Candespina.

2. La rebelión de los condes de Lara.

3. El Sepulcro de doña Berenguela.

4. Las arrancadas de Munio Alfonso.

5. El rey moro Zafadola.

6. La conquista de Almería.

7. El motín de Compostela.

1.    El conde de Camdespina

            El monasterio de Sahagún era ya muy viejo en el siglo XII. Por sus claustros habían pasado varias generaciones de monjes, y tenía privilegios y exenciones concedidos por los más antiguos reyes de León. La pequeña aldea que le rodeaba, en los límites de la Tierra de Campos, con su incipiente burguesía, estaba bajo el control o el gobierno, como se prefiera, del propio abad quien controlaba, además, otros muchos bienes y propiedades, pertenecientes al patrimonio monástico, fruto de donaciones reales y particulares o del propio cuidado y negocio de la floreciente comunidad. Refugio de algunos monarcas en vida, también lo fue tras su muerte; allí recibió piadosa sepultura el rey Alfonso, sexto de su nombre y conocido como emperador de León.

            La desaparición de este famoso monarca, veterano de mil y una batallas, primero hasta llegar al trono que ocupaba y, más tarde, para ampliar y defender sus reinos frente al Islam y las invasiones africanas, estuvo rodeada de general incertidumbre: su único hijo varón, Sancho, le había precedido al sepulcro, precisamente luchando contra los musulmanes en Uclés. También lo había hecho el conde Ramón, un borgoñón llegado a España en busca de fortuna y que la encontró en su boda con doña Urraca, la hija legítima del rey Alfonso, y por lo tanto posible, aunque incierto, recambio para el trono castellano-leonés si hubiera llegado a vivir lo suficiente.

            Quedaban desde luego otros, que a decir de los cronistas de entonces no eran de la sangre de los godos, pero que no por eso dejarían de poder aspirar al gobierno de la monarquía más antigua  y extensa de la Península Ibérica. Y es que en Castilla, al igual que en otros muchos territorios de la Cristiandad europea, algunos ostentaban ya la condición de nobles, no sólo como dignidad pasajera sino como estado jurídico, susceptible de ser transmitido por la sangre, o sea por herencia, al igual que se transmitía la misma realeza que les había promocionado.

Las aspiraciones de esta vieja nobleza, por entonces casi nueva, eran sin duda muy grandes, como grupo social influyente y como conjunto de individuos poderosos, por cuyo destino tenían que luchar, y no sólo para sí sino también para sus descendientes.

            El conde Gómez González, conocido más tarde como el de Camdespina, entre otras cosas por las circunstancias en que hubo de producirse su muerte, era con toda certeza uno de aquellos que, a principios del siglo XII, trataban de llevar sus aspiraciones lo más lejos posible. Tanto que, en su caso, incluyeron la obtención de la misma corona de León y de Castilla.

            Desde luego, su ambición de cortesano ante un rey sin heredero varón y una viuda como sucesora, estaba bastante justificada. Por lo menos así pareció justificarlo su atrevimiento, al presentarse sin ambages como el nuevo pretendiente de la futura reina, incluso antes de que su padre el rey Alfonso muriera y fuera enterrado en Sahagún.

            Hombre aguerrido, inquieto y luchador, como tantos otros de su época; más o menos inteligente, pero fuerte pues había sobrevivido a las enfermedades y penurias de un tiempo materialmente difícil. El conde Gómez González no debió carecer de ciertas cualidades, sobre todo de algunas de las más apreciadas y propias de un guerrero, como pueden ser la lealtad o la reciedumbre. Tampoco le faltaron el suficiente poder y la riqueza en las tierras de Castilla, como para poder avalar sino suplir su valía personal. Mucho menos claro está, sin embargo, que estuviera dotado de la necesaria prudencia o cálculo, como para asegurar el éxito de sus mayores deseos o, simplemente, como para limitar a tiempo sus aspiraciones.

            En todo caso, estas últimas llegaron a ser tan altas que al fin, y ante dificultades prácticamente insalvables, la vehemencia acabó por apoderarse de su ánimo, sin abandonarle hasta su trágica muerte en Camdespina.

            Al pedir la mano de su futura reina, es posible que contara con el apoyo, más o menos firme, de otros hombres poderosos de Castilla e, incluso, de León, preocupados por la sucesión o, simplemente, esperanzados ante la posibilidad de obtener nuevos favores y  privilegios  de un aspirante a la corona que, al fin y al cabo, procedía de sus propias filas.

            Junto a estos, no dejaría de haber otros muchos cortesanos que, desde un principio, recelaron de la ambición desmesurada de don Gómez. El miedo, la envidia y un cierto temor generalizado a las consecuencias de este asalto al poder, por parte de un advenedizo noble castellano de reciente promoción, se hubo de apoderar de muchos ánimos.

            Unos y otros conocieron a tiempo la grave enfermedad que habría de llevar a su última morada de Sahagún al rey Alfonso VI. Durante su última estancia en Toledo, su conquista de 1085 y capital restaurada para los cristianos del antiguo reino visigodo, sustento entonces de las nuevas aspiraciones de hegemonía peninsular de los reyes de León, el viejo monarca enfermó hasta el punto de no poder ni siquiera cabalgar, quedando bajo el cuidado de los físicos que pronosticaron un próximo desenlace fatal.

            A don Gómez, como a otros condes y ricos hombres les pareció llegado el momento de plantear sus preocupaciones y deseos. Se trataba, por supuesto, de determinar con tiempo el segundo matrimonio de doña Urraca, asegurando la jefatura militar de un rey consorte que garantizara la defensa de los reinos frente a sus enemigos africanos. Nadie, sin embargo, se atrevió en principio a acercarse hasta la morada del viejo y achacoso rey, para plantearle un matrimonio de conveniencia con un poderoso noble castellano, crecido a su sombra como servidor de la corona.

            Al cabo, tuvo que ser un viejo judío toledano, cualificado como físico, entre los muchos que entonces habitaban, junto con los cristianos y musulmanes, la vieja ciudad del Tajo, quien en la privanza que su oficio le otorgaba cerca del doliente monarca, comunicara a éste las intenciones de sus nobles y, en particular de don Gómez, con respecto a su hija y heredera doña Urraca.

            La osadía del médico hebreo le costó bastante caro, y a punto estuvo de costarle la vida, si el rey no le hubiera dado la oportunidad de desaparecer para siempre de su vista. Y, aún así, hubo de considerarse bien parado, pues su atrevimiento no debió de tener nada de interés personal o valentía, ya que bastó que los poderosos nobles se lo pidieran reunidos y trayéndolo a su presencia, como para que comprendiera las consecuencias de una inicial negativa.

            El caso es que Çidiello, que así se llamaba el físico, pudo volver por entonces sano y salvo a su aljama, y el doliente Alfonso quedó profundamente disgustado, ante los nada halagüeños presagios que despertaban la ambición desmedida de sus nobles frente a la situación delicada de su inmediata heredera.

            Es de suponer que el disgusto del conde Gómez González, el mayor y más poderoso de los hombres de Castilla, no debió ser menor ante la reacción del monarca, quien no se limitó a rechazar de plano su candidatura como marido de doña Urraca, sino que se apresuró a buscarle de forma inmediata otro candidato de sangre real.

            Se puede decir que fue prácticamente lo último que hizo el rey Alfonso, antes de ir a reposar definitivamente en su sepulcro de Sahagún. De todas formas sus disposiciones y deseos se cumplieron, y su hija y heredera doña Urraca no tardaría en casarse con el entonces rey de Aragón, también llamado Alfonso.

            El disgusto de don Gómez González tuvo que esperar mejor ocasión para buscar algún resarcimiento, y es posible que ésta nunca hubiera llegado, si el matrimonio de su pretendida no hubiese sido, como lo fue, un completo fracaso.

            Alfonso de Aragón, conocido como el Batallador, era un eficacísimo guerrero cuyas campañas contra los almorávides invasores de Al-Andalus, la España ocupada por el Islam, se contaban por éxitos. Al parecer no eran tan grandes sus cualidades diplomáticas y políticas, por lo menos en los terrenos más domésticos y ante una viuda algo compleja como era su nueva mujer doña Urraca. Sus enemigos en Castilla y León, que se multiplicaron por momentos, le acusan incluso de misógino y, sobre todo, de bárbaro y despiadado.

            Sea como fuese, los contemporáneos de los hechos calificaron enseguida al matrimonio entre Alfonso y Urraca, como maléfico ayuntamiento. Y es de suponer que el despechado conde don Gómez sería uno de los primeros en pensarlo. No faltaron pruebas, por supuesto catastróficas, que anunciaron desde el principio -según los más desafectos-los desastres que, como consecuencia de aquellas malditas y excomulgadas bodas, se avecinaban: una helada arruinó la misma noche de bodas las uvas que estaban a punto de ser vendimiadas; mientras que, la cosecha fue de agrazones y el vino se convirtió en un purgante ácido y maléfico.

            Al margen de las constantes peleas personales que los nuevos cónyuges se traían, muchos de sus cortesanos procuraron poner las mayores dificultades posibles a su entendimiento político; motivo último que había determinado, en definitiva, el enlace. Así que don Gómez no tuvo más que añadir su resentimiento a aquel movimiento de oposición contra el rey de Aragón. Por todas partes comenzaron a encenderse las rebeliones: los gallegos, capitaneados por un perspicaz y activo obispo compostelano, Gelmírez, proclamaron su propio rey en la persona del pequeño hijo de la reina Urraca y su primer marido, el difunto conde Ramón; los condes de Portugal, don Enrique y doña Teresa, pensaron también en labrar su independencia; los clérigos de León condenaron el matrimonio real por motivos de parentesco; los castellanos, por fin, decidieron resistir con las armas a su vecino el Batallador, que procuraba someter sus tierras y sus castillos con guerreros adictos.

            El ambiente no podía ser más tenso, también en Asturias, Tierra de Campos y el resto de los territorios de la monarquía castellano-leonesa. Los historiadores hablan de guerra civil apasionada y violenta, como sólo la llegan a ser las de este tipo. El marido de la reina, el rey de Aragón, no era hombre que soportara con paciencia el desafecto y la resistencia de sus nuevos súbditos; desafecto cada vez más general, salvo en las zonas fronterizas de las extremaduras, donde su poder militar era necesario para la defensa frente al Islam.

            La violencia se hizo inevitable y, a veces, cruenta. Los más desafectos, entre castellanos y leoneses, calificaban al rey Batallador de celtíbero que invadía sus tierras a sangre y fuego, mataba y quemaba y no respetaba ni a los clérigos. Con esta propaganda se encendieron más los ánimos y a la violencia se unieron el desorden y la traición. Algunos dicen que el conde don Gómez consiguió entonces en secreto los favores, aunque sólo los carnales, de la reina. Con esto es posible que mantuviera sus esperanzas de una disolución del matrimonio real, que le diera nuevas posibilidades de promoción hasta la corona. Pero si hubo relación entre el conde y doña Urraca, es posible que no fuese sino un episodio más de los que se le atribuyen a la desgraciada soberana.

            De hecho andaba la reina yendo y viniendo de la compañía de su segundo marido, a quien al parecer temía por su crueldad. En una de sus escapadas contaba a sus afectos como su sanguinario marido ordenó la ejecución de un caballero rebelde, a pesar de que ella misma intentara conseguir la suspensión de la condena. Al conde Fernando de Galicia, la soberana se quejó de las atrocidades, muchas y grandes, que su furibundo esposo había cometido; incluidas las matanzas de los nobles, los caballeros cruelmente muertos,  los castillos arruinados, las tierras despobladas de hombres y despojadas de bienes, las iglesias profanadas y sus sacerdotes vilipendiados, y muchas otras maldades que resultaría imposible enumerar.

            El matrimonio estaba en la práctica roto y tenía los días contados, a la discordia se unía la nulidad por parentesco de los cónyuges, oportuna para disolver un contrato sin salida. Sin embargo, para desgracia de don Gómez González, a pesar del naufragio de aquella unión que el tanto había detestado, sus posibilidades de sustituir al Batallador en el lecho real de forma permanente, no se acrecentaron. Más bien parece que disminuyeron, pues, en el entreacto, otros pretendientes intentaron ganarse el favor de la reina; si no con intención de alcanzar la dignidad de consortes, como don Gómez, si procurando sacar el mayor provecho posible de la débil y afligida soberana.

            Otro astuto conde castellano, de quien tendremos ocasión de seguir hablando en otros relatos, hizo entonces su aparición en escena, don Pedro de Lara. Procedente de las Asturias de Santillana, hoy en Cantabria, comprendió pronto cual podía ser su papel de amante y consejero. Y si hemos de creer a las habladurías hasta de padre de algún vástago de sangre real, de cuyo sobreparto habría de morir con el tiempo la desdichada doña Urraca.

            El despecho del rey de Aragón le llevo, al cabo, a repudiar a la reina, públicamente y en Soria, aunque no a renunciar a algunas de las tierras que había adquirido durante su fracasado matrimonio. Antes y después del repudio, Alfonso el Batallador nunca dudó en recurrir a la fuerza para hacer valer su derecho; más todavía cuando se sentía engañado e, injustamente, rechazado.

            Los de Castilla encabezados, como era de esperar, por don Gómez González, tomaron también las armas dispuestos a resistir la entrada y, en su caso, el dominio de los aragoneses. Para el conde ya no era un problema de legitimidad en sus aspiraciones, sino la hora de un ajuste de cuentas. Otros, en cambio, preferían ver todavía las cosas de una forma menos pasional y seguir el camino que les fuera más provechoso.

            Cuando el enfrentamiento se hizo inevitable y la batalla final estaba próxima, el Batallador pudo contar con la ayuda inestimable del conde de Portugal; con quien llegó a proyectar un reparto del propio reino de León, a costa siempre de los dominios y la realeza de doña Urraca. Además privó a los castellanos de un apoyo que les hubiera resultado decisivo.

            El conde don Gómez no renunció por eso a sus planes de combate contra el rey de Aragón. Todavía podía contar, según creía él, con los mejores caudillos y las mejores lanzas de Castilla, entre ellas las que aportara don Pedro de Lara viniendo de Santillana. Y, en efecto, muchos fueron los que se juntaron en el campo conocido como de la Espina, cerca de Sepúlveda, ordenados en haces y dispuestos a esperar al enemigo.

            Los de Lara se pusieron delante, con la enseña de la reina; mientras don Gómez, como mayor entre ellos, quedaba detrás al mando y a la expectativa del desarrollo de la batalla. No por eso era quien menos deseo tenía de entrar cuanto antes en contienda, fuese por saña o por pena. Cuando llegaron al campo los de Aragón y comenzaron a herirse unos con otros, los sentimientos del conde se encendieron como nunca. Todavía más si pensamos que, en pleno fragor de aquella batalla que tanto había esperado, se vio traicionado por sus propios aliados. Don Pedro, el de Lara, no tardó mucho en retirarse con sus hombres y su enseña, huyendo hacia Burgos para reunirse con la reina.

            El destino o la falta de calculo volvía a jugar una mala pasada a don Gómez, que tenía que enfrentarse a su principal competidor; mientras el último advenedizo en el favor de doña Urraca, le abandonada a su suerte en pleno campo de batalla.

            Es verdad que no le faltaron fieles al conde castellano, como un caballero de Olea que después de perder montura y manos, todavía sacó fuerzas de flaqueza para mantener su enseña, al tiempo que gritaba el nombre de su lugar de procedencia: "!Olea, Olea¡". Pero su propia suerte estaba echada, el enemigo era demasiado poderoso como lo había sido su ambición; ni siquiera pudo enfrentarse cara a cara con quien, en definitiva, había sido la causa de su fracaso en el camino hacia el trono. Según todas las crónicas, fue don Enrique de Portugal quien se interpuso en el camino de don Gómez, en medio del fragor de la contienda, y quien en definitiva lo mató.

            Poco más sabemos de este hombre, cuyo sobrenombre de Camdespina evoca el lugar de su muerte, pues allí enterró también la mayor de sus pasiones, la ambición de reinar y el amor a Castilla. Si murió con saña, sólo Dios lo sabe.

2. La rebelión de los condes de Lara

             Burgos era en el siglo XII la cabeza indiscutible de Castilla, su ciudad más importante y una de las más antiguas: había sido fundada o repoblada tres siglos antes por el conde Diego Porcelos; bien es verdad que por orden del rey de León Alfonso III. En ella tuvieron su corte los principales condes castellanos, descendientes de Fernán González, hasta que en el siglo XI se convirtió en la capital de un nuevo reino, bajo la dinastía navarra de Fernando I. Por entonces nació, no lejos de allí, el famoso Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, y por ella tuvo que pasar, años después, camino de su destierro, perseguido por la saña del rey Alfonso VI.

            Los burgaleses eran, y aún son, como todos los castellanos viejos, gente seria y reservada, reflexiva pero valiente y, sobre todo, nobles. Algunos les atribuyen también la cortesía y la sencillez, no exenta de ingenuidad. La prosperidad de la ciudad estuvo unida a la colonización de su tierra, donde aldeas y monasterios fueron surgiendo a orillas de los ríos, afluentes o subafluentes del Ebro o del Duero. Junto al Arlánza, con lugares de leyenda, se encontraba la tierra de Lara, cuna de ricos-hombres y poderosos linajes.

            Gonzalo Núñez fue el fundador de uno de estos linajes, el más famoso e importante de Castilla. Sus descendientes, conocidos precisamente como los Lara, extendieron su dominio a otras muchas comarcas castellanas, desde las zonas montañosas de Cantabria hasta más allá del Duero. Los hijos de don Gonzalo, Pedro y Rodrigo, protagonistas de nuestro relato, acrecentaron y consolidaron el poder que habían heredado de su padre, y a pesar de su alborotada vida, que acabó por llevarles al exilio, también sus propios hijos, sobre todo los de don Pedro, consiguieron encaramarse en una posición de preeminencia entre la nobleza castellano-leonesa.

            En el camino de su encumbramiento estos señores de Lara, como el resto de los linajes nobiliarios, buscaron y utilizaron el servicio y la privanza de los reyes. Algunos de forma descarada, como don Pedro González de Lara, que no tuvo que esforzarse demasiado para conseguir el favor de la reina doña Urraca, de la que fue amante y consejero durante bastantes años; llegando al parecer a tener un hijo juntos.

            Sea como fuere, el dicho don Pedro, que además era conde, aprovecho bien la ocasión para reforzar su posición y la de su familia en Castilla. Procuró, en primer lugar, alejar a la reina de otras influencias molestas; bien fuese de nobles leoneses o, incluso, castellanos. Es de imaginar su satisfacción, por ejemplo, al producirse la muerte del conde Gómez González en Camdespina, a quien el mismo había abandonado en pleno campo de batalla, para reunirse en Burgos con doña Urraca.

            Otros tuvieron que alejarse, de grado o por fuerza, de la corte y se acogieron al partido del heredero de doña Urraca, Alfonso Raimúndez.

       No faltó, sin embargo, quien intentó cortar, pronto y por lo sano, la excesiva y escandalosa familiaridad entre la soberana y su nuevo valido. El primero, don Gutierre Fernández de Castro, que llegó a apresar y encerrar en el castillo de Mansilla a don Pedro de Lara, contando para eso con la ayuda de otro joven noble castellano, Rodrigo Gómez de Manzanedo.

            No es de extrañar que Castros y Manzanedos, se unieran desde el principio para neutralizar el poder de los Lara, cuando estaba en juego el porvenir de sus respectivas familias en Castilla. Pero, unos y otros, tuvieron que esperar mejores momentos, pues la ira y el dolor de la reina les obligó a liberar muy pronto a don Pedro.

           Salvados estos obstáculos, los de Lara tuvieron todavía algunos años para aprovechar su ascendiente sobre doña Urraca; prácticamente hasta que la soberana murió en marzo de 1126. Se dedicaron a colocar a sus hombres en puntos estratégicos de la monarquía, y no dudaron en buscar aliados fuera de ella, incluido el rey Alfonso de Aragón, el antiguo marido de doña Urraca.

            A los ojos de sus enemigos, estos éxitos de los Lara, eran pura y simple traición, un continuo abuso de poder y una alianza con un antiguo usurpador del trono de León, que seguía ocupando, además, parte del territorio castellano. De todas formas, hubo quien se unió a este clamor unánime de repulsa y condena de la actitud de los Lara, sin demasiado pudor, pues su problema era haber sido desplazado por ellos del favor de la reina y del rey de Aragón.

            Fue sin duda este el caso del conde Suario Vermúdez, uno de los personajes más nobles, por lo menos de cuna, del reino de León  y casado con una bella matrona castellana, doña Enerquina Gutiérrez, cuyas posesiones en la Bureba y en Asturias de Santillana, ponían a su marido en competición directa con los Lara, señores naturales de aquella tierra.

            Al final, las tensiones acumuladas entre unos y otros se dieron cita en el momento de la muerte de la reina doña Urraca. Un joven monarca, fruto de su primer matrimonio con don Raimundo de Borgoña, llegó a León para sustituirla en el trono. Apenas contaba con el apoyo y el afecto de algunos eclesiásticos, mientras que bienes confiscados al monasterio de Sahagún le sirvieron para pagar a los pocos milites, o sea soldados, con que contaba.

      Entre los nobles poderosos, los ricos-hombres, la actitud fue al principio expectante. De sus movimientos en aquellos momentos dependía en buena mediada su porvenir y el de su familia. Los Lara, en particular el conde don Pedro González, se encontraban en una posición delicada, como amante saliente de la reina difunta, frente al apoyo que muchos otros habían prestado a su sucesor y heredero.

            En esta ocasión, el más rápido y decidido fue el conde Suario Vermúdez, que se acercó hasta León con toda su extensa y noble parentela, para asistir a la coronación del joven monarca y rendirle pleitesía. También para prestarle apoyo armado, pues era de prever que no todos recibieran con igual complacencia los cambios políticos que se avecinaban.

            En realidad, lo que ocurrió es que la ventaja inicial alcanzada por don Suario en la corte, puso en clara prevención a los Lara, a quienes se consideró enseguida rebeldes; posiblemente gracias a los malos informes y buenos oficios de sus peores enemigos cerca del nuevo monarca, comenzando por su puesto por el mismo don Suario.

            Cuando los tenentes de las torres de León se resistieron a entregarlas, se dijo que lo hacían porque defendían la facción de los Lara; lo que demostraba la falta de adhesión de estos hacia el rey Alfonso VII. En realidad, lo que ocurría era que don Suario Bermúdez quería recuperar esa tenencia para uno de los suyos, llamado Pedro Braoliz, al tiempo que lanzaba graves sospechas contra sus competidores y enemigos.

            Las torres se tomaron al asalto, a gusto del Bermúdez, a pesar de que el rey Alfonso intentó resolver el asunto por medios pacíficos. Al monarca no debió gustarle nada el aspecto que tomaban las querellas nobiliarias, justo en el momento del inicio de su reinado. Por eso, a pesar de las pésimas referencias que de ellos le llegaban, decidió no cerrar sus puertas a los de Lara, hasta el punto de que acabó por ofrecerles un puesto de preeminencia en su séquito, incluso por encima del conde don Suario.

            Es fácil imaginar la indignación y la sorpresa de este último quien, después de esperar años, volvía a ver a sus famosos enemigos encumbrados por el favor real. Pero la sorpresa no debió ser sólo para don Suario, pues muchos otros tenían a los de Lara por los mayores trapaceros y enemigos de la monarquía.

            El rey Alfonso no dejó de notar el descontento que su actitud acogedora hacia don Pedro de Lara, el antiguo valido de su madre, provocaba entre los de su séquito. Aún así, perseveró en su confianza hacia los castellanos, pues le iban en esto algunas cuestiones importantes. Entre ellas, recuperar para su corona la ciudad y la tierra burgalesa, todavía en manos del rey de Aragón, que las había retenido tras repudiar a la reina doña Urraca.

            De hecho, fuera o no por los buenos oficios del conde don Pedro y de su hermano Rodrigo, el caso es que, un año después de su coronación, el rey pudo entrar en Burgos, Saldaña, Cea, Carrión y otras villas y valles castellanos. Además, perdonó las tropelías y daños cometidos en tiempos pasador por los habitantes de aquellos lugares. Gentes temibles, que habían llevado a cabo matanzas de judíos, asaltos a palacios y casas reales, apropiaciones indebidas, incendios y depredaciones.

            El hecho de tener aquellas comarcas pacificadas debió de parecer a Alfonso VII suficiente pago a su benignidad con los de Lara y sus secuaces. Es más, el gobierno de la ciudad de Burgos se entregó al conde Beltrán, cuñado de don Pedro González, que reforzaba así todavía más su posición de preeminencia, por lo menos en Castilla.

            El problema era saber hasta donde iba a poder llegar el joven e inexperto monarca, de la mano de aquellos ambiciosos magnates castellanos. Muchos pensaron que no muy lejos, y los acontecimientos posteriores parecieron darles la razón.

            La recuperación de Burgos no había sido más que el inicio de un nuevo avance leonés en Castilla, o por lo menos eso pensaba Alfonso VII. Así se lo explicó a todos sus vasallos de León, Galicia, Asturias y la propia Castilla convocados al efecto. El hijo de doña Urraca no se conformaba ya con el título de rey, sino que como algunos de sus antecesores se hacía llamar además emperador.

            Ni una cosa ni otra debieron gustar demasiado a sus aliados de ocasión, entre ellos por supuesto a los de Lara, a quienes no convenía un rey demasiado poderoso. El caso es que, para estos últimos, pareció llegado el momento de fijar el límite de su colaboración con la realeza: don Pedro González, con su hermano don Rodrigo y su cuñado don Beltrán, se negaron a seguir luchando en Castilla contra el rey de Aragón.

            Eso era tanto como declararse en rebeldía, y si formalmente no lo era, sus enemigos y detractores pudieron ahora convencer al rey  de que el tiempo les había venido a dar a razón: los Lara eran unos traidores, aliados de los peores enemigos de la monarquía. Y por si eso fuera poco, su actitud no dejaba de fomentar el espíritu de violencia y rebeldía entre otros muchos magnates castellano-leoneses.

         Desde luego, lo que nadie pudo evitar ya fueron los conflictos y las tropelías entre los distintos bandos. Contra los de Lara, Alfonso VII envió a los leoneses Rodrigo Martínez y a su hermano Osorio, terminando por tener que acudir personalmente para someterlos. Las tropas en conflicto se comportaban con ferocidad con los que eran capturados, unciéndoles a yugos como si fueran bueyes, haciéndoles comer y beber donde las bestias o despojándolos de todos sus bienes.

            Don Pedro González de Lara, con su cuñado don Beltrán, cayó preso pronto, siendo desposeído de todos sus bienes y desterrado. Continuó la resistencia don Rodrigo González, el conde de Asturias de Santillana, junto con otros rebeldes como Pedro Díaz de Valle y Pelayo Froílaz. Pero el duro castigo que el monarca y los suyos realizaron sobre sus territorios, permitió al cabo conseguir también su rendición.

            Perdidos sus honores, la suerte de los Lara fue diversa. Don Pedro González, amante de una reina, no pudo tolerar la derrota y marchó al reino de Aragón, dispuesto a continuar desde allí la guerra contra su antiguo señor natural, el rey de León. En busca del monarca aragonés llegó hasta Bayona, plaza fuerte que este último tenía entonces en disputa con el conde de Tolosa, Alfonso Jordán, una especie de primo y aliado de Alfonso VII. Don Pedro salía de una guerra para meterse en otra, ¡y de que manera!, pues lleno de saña como llegaba, no dudó en retar a duelo singular al conde tolosano.

            Don Alfonso Jordán era un guerrero consumado, nacido nada menos que en Tierra Santa, mientras sus padres participaban en la primera Cruzada; por eso, además, era conocido como Jordán, el río con cuyas aguas fue bautizado. El caso es que aceptó el duelo, y se preparó cerca de Bayona el lugar para su celebración: los contendientes acudieron con sus caballos, armas y escuderos, y a la señal convenida arremetieron uno contra otro como dos auténticos leonés. El de Lara, don Pedro, llevó la peor parte y fue herido de muerte por el hasta de su contrincante; mientras que al parecer don Alfonso salió ileso.

            Muerte tan trágica no pudo alegrar a nadie, y menos al hermano de don Pedro, don Rodrigo González. También él había perdido sus honores y sus tierras de Asturias de Santillana; pero en su caso, la derrota no supuso la ruptura definitiva con el rey de León: permaneció en Castilla, donde incluso se le encomendó la alcaldía de Toledo. Desde allí luchó durante años contra los invasores norteafricanos de la Península, dirigió expediciones hasta el corazón mismo de Al-Andalus y protegió con su gobierno la antigua capital del reino visigodo.

            Es posible que el trágico fin de su hermano don Pedro, en pleno destierro, contribuyera a su decisión de emprender un largo viaje de peregrinación, nada menos que hasta Jerusalén. Allí murió, pensando en todo lo que había dejado detrás, aunque en su caso sin saña.


3. El Sepulcro de doña Berenguela

 

            En una de las capillas de la vieja Catedral de Santiago yace, sobre un sepulcro, una hermosa estatua de mujer de elegante tocado y bello rostro. Es la tumba de una reina, doña Berenguela, la primera mujer de Alfonso VII, que murió al mediar el siglo XII y fue transportada hasta allí desde León, en cumplimiento de sus propios deseos. La imagen en la que se le recuerda, es joven y bonita: "estás hecha una Berenguela", se dice todavía a las mozas, cuando se les quiere ponderar su aderezo.

            Para muchos la efigie tiene, además, un halo espiritual, como si se hubiese querido representar a una mujer de singular virtud, además de belleza.

        Sin embargo, para la mayoría aquella representación femenina, apenas dice algo más que su apariencia. Sin saber, a ciencia cierta, quien fue la mujer tan bella y afortunada, que vino a descansar junto a la tumba del apóstol. Muy pocos conocen algo de su vida, fuera de lo que reza un escueto y rústico epitafio escrito sobre su tumba:

 "AQUÍ YACE LA EMPERATRIZ DOÑA BERENGUELA, HIJA DE DON RAMÓN BERENGUER Y DE DOÑA LUCÍA DE BARCELONA, Iª MUJER DE DON ALONSO RAMÓN. FALLECIÓ ERA DE 1187, A PRIMEROS DE FEBRERO. SEPULTOSE EN ESTA CAPILLA POR HABERLO PEDIDO A LA HORA DE SU MUERTE, POR DEVOCIÓN PARTICULAR QUE TUVO TODA SU VIDA AL SANTO APOSTOL SANTIAGO"

             Poco y confuso, cuando no erróneo, es lo que nos transmite esta inscripción mortuoria, tratándose además de una vida que, a fuer de sencilla, no tuvo nada de anodina.

            Tiene razón el epitafio cuando nos dice que doña Berenguela fue hija de Ramón Berenguer III, conde de Barcelona; pero no es cierto, en cambio, que lo fuese de ninguna Lucía, sino más bien de una Dulce de nombre, y al parecer de carácter, que procedía de Provenza. En cuanto a que fue la primera mujer de Alfonso Ramón, o lo que es lo mismo del rey Alfonso VII de Castilla y León, es totalmente cierto; sin que, por eso, nuestra curiosidad quede suficientemente saciada, ante una vida cuya última imagen incita tanto a la imaginación.

            De Cataluña, se hablaba ya por todo el mundo: un diácono llamado  Lorenzo Vernés, fue el primero en utilizar ese nombre, y lo hizo al escribir sus poemas; con los que, por otra parte, intentaba ensalzar las gestas de los habitantes de aquella región en el Mediterráneo. Además, como a todo gran señor, no le faltaban al conde de Barcelona  amigos y vasallos, especialmente entre los titulares de otros condados pirenaicos. Su fama y su prestigio se esparcieron con facilidad por toda la Península, sobre todo por aquellas tierras leonesas y castellanas que bordeaban el camino de Santiago. Fue conocido además como el "Grande", pues su espíritu amable y generoso, muy amigo de la paz, no le impidió contribuir, con sus éxitos políticos y militares, a poner los fundamentos de la unidad catalana.

             Gracias a esto, y a personas bien informadas, no le faltaron noticias al rey Alfonso VII de León sobre la prosperidad de Cataluña y, en especial, sobre la corte de Barcelona. Su interés político, acabaría siendo afectivo, cuando uno de los principales condes pirenaicos, Armengol de Urgel, le ponderó las virtudes y la belleza de una de las hijas del conde Ramón Berenguer.

            Armengol conocía bien a la familia del conde de Barcelona, aunque su padre se había casado con una castellana, hija a su vez del conde Ansúrez, el fundador de Valladolid, y el mismo fue criado en Castilla por su abuelo y se convirtió en un buen vasallo del rey de León, no abandonó nunca su estrecha relación con Cataluña.

        Más de una vez, a la vuelta de uno de sus viajes a Urgel, Armengol comentaría los últimos acontecimientos ocurridos en Barcelona y, como no, la belleza de la hija del conde de aquella ciudad, doña Berenguela. A lo mejor, incluso, lo hizo por encargo: el rey de León tenía poco más de veinte años y no estaba casado, ni siquiera había ninguna candidatura seria para un matrimonio, que tarde o temprano tendría que celebrarse.

            En realidad, no se sabe mucho de como se llegaron a concertar las bodas entre Alfonso VII y doña Berenguela. Pero fue uno de los primeros asuntos que se abordaron al comenzar el reinado; eso sí, con la frialdad diplomática característica de la época y del caso. Es seguro que Alfonso, hijo de un borgoñón, tenía algunas ideas propias sobre el amor; pero en este caso buscaba una reina, con prendas de reina, y si era posible guapa, como se repetía que lo era doña Berenguela.

            Al fin y al cabo, no había demasiado donde buscar: el otro gran rey de la Península, el de Aragón, no había tenido hijos y su único y fracasado matrimonio había sido precisamente con la madre del rey de Castilla, o sea que era medio padrastro de Alfonso; tampoco se podía esperar mucho de Portugal, donde, en este caso, un primo del monarca leonés, lo único que quería era asegurar la independencia de sus estados, permaneciendo lo más lejos posible de cualquier otra realeza.

            Así las cosas, no sólo triunfó la candidatura de doña Berenguela, sino que se decidió celebrar cuanto antes las bodas. Serían en el viejo monasterio de Saldaña, y la novia debía apresurarse a venir hasta León, desde donde se terminaría de aderezar todo lo necesario.

            Las aventuras de doña Berenguela, si así se les pueden llamar, comenzaron con aquel viaje que no dejaba de ser complicado: desde Barcelona a la corte de su futuro marido, la hija del conde Ramón Berenguer III, tenía que atravesar los estados del rey de Aragón, quien estaba enfrentado con el de Castilla por cuestiones territoriales y fronterizas. El paso estaba libre, desde luego, a través de los grandes caminos que llevaban a los peregrinos precisamente hasta Santiago; pero ni estos eran excesivamente seguros para una comitiva como la suya, ni tampoco se podía contar con la simpatía o la protección especial del monarca aragonés, quien, como decimos, era poco amigo de aquella alianza entre castellanos y catalanes, a través de un matrimonio que le dejaba en medio, sino a merced, de sus poderosos vecinos.

            Sea como fuere, el caso es que la comitiva de doña Berenguela decidió dirigirse a su destino por mar, en la medida en que fuese posible. Es decir, atravesando las tierras del Sur de Francia, hasta llegar al Golfo de Vizcaya y buscar desde allí, en una de aquellas barcazas anchas y lentas, que tenían velas y remos, como las antiguas vikingas, algún puerto seguro en las costas cántabras o asturianas. No sabemos si en el propio Santander, o en Castro Urdiales, o en San Vicente de la Barquera o en Laredo, pero la futura reina consiguió su propósito de desembarcar, más allá de los dominios del rey de Aragón.

            Más de una vez, en aquella barcaza que apenas tenía cubierta, con un frió casi otoñal y un mar difícil y bravío, la futura reina tuvo que pensar en lo que dejaba, aquel mundo feudal y de trovadores, para dirigirse a otro desconocido y probablemente más primitivo, cual era el occidente de la Península, tan alejado de los centros culturales de Europa. Sin embargo, también entonces hubo de pensar en aquel santuario, situado en los confines de las tierras conocidas, pero tan venerado y visitado por toda la Cristiandad, y que ahora ella tendría con toda seguridad oportunidad de frecuentar. El nombre del apóstol saldría muchas veces de su boca después de desembarcar, para preguntar a sus nuevos escoltas y acompañantes por los pormenores de aquella mítica ciudad compostelana, de la que cada vez estaba más cerca.

            También es posible que lo invocara con frecuencia, en aquellos momentos tan especiales para una mujer, en los que el miedo y la esperanza se entremezclan, no siempre de forma sosegada. El caso es que los guerreros castellanos y leoneses lo tenían por patrono y aliado en sus luchas, y aquella joven catalana, se acogió también a su protección para llegar a ser digna reina suya.

            Es probable que durante su estancia en León a la vuelta de Támara, Alfonso VII fijara ya la fecha de su boda con doña Berenguela, para los último días de 1127. Entre tanto, tuvo que trasladarse al reino de Galicia para continuar solucionando desde allí, los problemas planteados por su tía doña Teresa de Portugal.

            Después de una breve estancia en Santiago, la situación en el noroeste de la Península debió parecer al monarca lo suficientemente segura, como para poder regresar a su corte al encuentro de doña Berenguela, que a su vez llegaba a León desde Barcelona. Celebradas las bodas, probablemente con bastante solemnidad, la nueva reina aparece junto a su marido el 5 de enero de 1128, en la confirmación de un documento que doña Urraca había hecho elaborar algunos años antes, en 1122, cuando intentaba poner en orden sus relaciones con el obispo don Diego de León y sus familiares.

            Doña Berenguela desde su llegada quedó fuertemente ligada a la ciudad regia, donde encontraría a muchos de sus nuevos servidores. Es el caso de Pedro Leonis su "alfaeto", a quien recompensará sus servicios algunos años después; como también lo hará, junto a su marido, a su criada María Afonsi. Otro dato interesante a este respecto lo encontramos en uno de los documentos de la Catedral de 1140, cuando el entonces tenente de las torres, don Rodrigo Vermúdez, dice hacerlo  sub manu regine dona Berengarie.

            La destitución de don Diego es en el Concilio de Carrión de 1130, es un problema estrictamente eclesiástico. Sin embargo, la marginación de este prelado que había vivido los peores años de la guerra civil en tiempos de doña Urraca, y había luchado por reconstruir material y espiritualmente su diócesis, debió de ser un acontecimiento importante para la ciudad.

            Fiel aliado de Alfonso VII, todavía en mayo de 1129, el monarca y doña Berenguela acotaron y eximieron a su favor la villa de Antemio de Arriba, que el propio obispo había comprado poco antes a los hermanos Euláliz. Se da la circunstancia de que el favor real llegaba, en esta ocasión, gracias a los ruegos de los muchos e importantes amigos de don Diego, como los condes Suario Vermúdez y Rodrigo Martínez, el mayordomo Rodrigo Vermúdez, Pedro Díaz, Isidoro Nepzániz y su hermano Martín, que también había aportado parte de la villa ahora acotada.

            Sin embargo, prevaleció ante todo la autoridad del legado pontificio Humberto: en el mismo concilio de Carrión, el 4 de febrero de 1130, fue elegido Arias para sustituir a don Diego en la sede leonesa. El nombramiento fue, desde luego, aceptado por el rey de León a quien don Arias  y su metropolitano el arzobispo de Toledo, causante de la destitución de su antecesor, acompañaban en junio de 1130, para favorecer al monasterio de Sahagún con un realengo en Bercianos.

            Para este último se había creado un reino en Nájera, fórmula encaminada a adelantar su incorporación al gobierno, en un lugar estratégico. Es indudable que, después de la muerte de la reina doña Berenguela -cuyo cuerpo se entregaba en León al arzobispo compostelano en marzo de 1149, a fin de que le diera sepultura en su Catedral-, Alfonso VII pensó mucho más en su sucesión. La designación del primogénito Sancho como valedor de los intereses de Castilla, estuvo pronto acompañada de la incorporación de su segundo hijo Fernando al gobierno de León.

            El matrimonio de este último con una polaca, doña Rica, en 1152, apenas podía tener trascendencia política en el ámbito peninsular. Son sus hijos y de doña Berenguela, que le acompañan ya de forma permanente, los que adquieren una importancia cada vez más relevante; con ellos contó, por ejemplo, para su última confirmación de los fueros de Sahagún, que se realizó casi al mismo tiempo que sus segundas nupcias.

Más olvidada cuanto que, una vez muerta, fue sustituida por otra en el lecho real, y permaneció ya alejada de su augusto marido, quien, incluso, buscó sepultura en Toledo, muy lejos de la que fuera la madre de sus herederos.


4. Las arrancadas de Munio Alfonso

             Los fronteros castellanos tenían en el siglo XII una misión bastante arriesgada: proteger a los que vivían en su retaguardia de los continuos ataques islámicos. Por eso, eran gentes aguerridas y, a veces, incluso montaraces, famosos por su agresividad y disposición para el combate. Caballeros villanos, más que nobles, estaban afincados en ciudades o aldeas como Madrid, Ávila, Segovia, Soria y la misma Toledo, que era su cabeza; aunque en muchas ocasiones procedían de lugares remotos. Su vida no era demasiado larga, pero si intensa, como correspondía a los defensores de los límites más occidentales de la Cristiandad.

            Cada día tenían que defender sus fortalezas o atacar a las de los enemigos; cuando no emprendían largas expediciones para adentrarse, durante varias semanas, en tierras musulmanas, en busca de botín o de prestigio. Como los marineros que se adentran en la mar, no todos volvían sanos y salvos, y las pérdidas eran muchas veces cuantiosas e irreparables.

            Aunque dieron seguridad e hicieran avanzar a toda una monarquía durante décadas, muy pocos de estos caballeros villanos alcanzaron la fama personal gracias a sus hazañas. . Su recuerdo perduró, sin embargo, en las viejas crónicas medievales, donde se pueden seguir y rastrear personalidades verdaderamente asombrosas; historias increíbles de abnegación y valentía.

            Tal es el caso de Munio Alfonso, un gallego emigrante y repoblador, como tantos otros, de las tierras de más allá del Duero o del Tajo; donde acudían unos y otros en busca de fortuna, quizá la que su condición o comportamiento les impedía alcanzar en sus lugares de procedencia. Algunos, como Munio, guerreros de profesión, entraban en contacto con su nuevo lugar de residencia, gracias a su participación en las grandes expediciones que los reyes castellano-leoneses realizaban por tierras de Al-Andalus: a su llamada acudían contingentes de todos los lugares de la monarquía, que se reunían en alguna ciudad fronteriza, habitualmente Toledo, y seguían después al monarca hasta la campiña de Córdoba, la vega de Granada o las proximidades de Sevilla; es decir, hasta el mismo corazón de los lugares ocupados todavía por los musulmanes en la Península.

        A su regreso, los participantes en la campaña real, habían castigado duramente posiciones enemigas, al tiempo que lograban un valioso botín, compuesto de cautivos, animales y riquezas de oro y plata, que compensaba materialmente sus fatigas y desvelos. Reservado el quinto de todo aquello para el monarca, cada uno recibía la parte proporcional que le correspondía; con lo que podía regresar más o menos satisfecho a su lugar de origen.

            Solían desarrollarse estas expediciones durante el estío, pues peones y caballeros no podían dedicar a esta actividad más que un tiempo limitado, y tampoco durante el resto de las estaciones hubiese sido posible llevarlas a cabo. Muy pocos eran los que dedicaban su vida de forma voluntaria y permanente, a la lucha contra los hispano-musulmanes o los africanos, almorávides, afincados por entonces en la Península. Agarenos y Moabitas, como se conocía a unos y otros, también mantenían una intensa actividad belicosa contra los cristianos, realizando razzias o tendiendo emboscadas a los alcaydes de los castillos más avanzados.

            El riesgo era grande para todos, pues podía suponer el cautiverio o la perdida de la cabeza, después de ser muertos. Por eso, no eran muchos los que apetecían este tipo de vida, a no ser que tuviesen razones poderosas, que les obligasen a iniciarse y perseverar en ella.

            Muy pocos conocían en la frontera los motivos por los que Munio Alfonso, decidió no regresar a sus tierras gallegas, después de participar en la expedición real de 1139. El rey Alfonso le encomendó la defensa de una pequeña fortaleza, el castillo de Mora, en lo más avanzado de las defensas cristianas de Toledo. Más de uno pensaría que sólo una persona desesperada, estaría dispuesta a aceptar ese cometido; precisamente, además, cuando los invasores africanos redundaban con fiereza en sus ataques a los defensores de aquella parte, matando o capturando a la mayoría de los alcaydes de aquellas fortalezas.

            Munio Alfonso no estaba desesperado, pero tenía a sus espaldas un terrible pecado cuya penitencia iba a ser, precisamente, combatir continuamente contra los sarracenos, todos los días que le quedaran de vida. Una penitencia proporcionada para un hombre que había matado a su propia hija. Por su parte, hubiera preferido emprender una larga peregrinación a Jerusalén; pero las propias autoridades eclesiásticas, empezando por el arzobispo de Toledo, don Raimundo, aconsejaron al monarca que lo retuviera para el servicio de las armas cristianas en la Península.

            Su arrojo y valentía le hacían, sin duda, entrar en el tipo de persona idónea para la defensa de Toledo, ciudad que apenas llevaba un siglo en manos cristianas. Y Munio debió aceptar aquel cambio de "condena", que no podía superar la suya propia: el dolor profundo de un parricida, cuya primogénita dio en frecuentar la compañía de algún que otro joven de su edad, hasta desarrollar ciertas aficiones nada o poco recomendables; sobre todo para una doncella casadera. La murmuración y la reincidencia hicieron el resto, sin que la familia se pudiera librar del dolor y la vergüenza.

            La ira de Munio Alfonso no supo contenerse, ni siquiera ante razones de piedad evangélicas: cuando levantó su brazo contra su propia hija, no tuvo tiempo de pensar si como pobre pecador no debía tirar él la primera piedra. Una rabia incontenible bullía en su cabeza, a modo de impotencia, para castigar lo que creía ser una traición abyecta. El golpe no era mortal, pero si lo fue el tropiezo que hizo desnucarse a su víctima. Después... ya sólo quedaron lágrimas.

            Pocas salidas quedan después de matar a una hija; buscar la propia muerte puede ser una de ellas, pero el suicidio es cosa de cobardes y Munio, a pesar de todo, no lo era. El perdón humano por un hecho accidental no sirve para curar una herida, que además tenía una trascendencia social profunda y duradera. Alejarse definitivamente del lugar de los hechos, podía ser un alivio, aunque sólo fuese parcial, del estigma que de por vida habría de llevar el parricida: buscar sitios donde no se le conociese como tal, borrar con sus hechos aquella memoria terrible.

            Ya sabemos porque Munio Alfonso se marchó de Galicia, sin saber muy bien si acabaría en Jerusalén o en la frontera. Retenerlo en esta última fue un acierto, pues su desesperación no tardó en convertirse en ardor guerrero, y los remordimientos en el mejor acicate para perseverar en la difícil tarea que se le había encomendado.

            Poco después de trasladarse a su nuevo castillo de Mora, fue apresado por los sarracenos, durante una descubierta, y conducido cautivo a Córdoba. Su fortaleza física le ayudó a sobrellevar un durísimo viaje, cargado de cadenas y continuamente maltratado por sus captores. Conducido a una celda maloliente, permaneció encadenado, a veces en el cepo, durante semanas y meses, entre ratas y excrementos, y con la única compañía de otro grupo de cautivos y penados, rodeados de penumbra y perdida la noción del tiempo.

            Pero más que el hedor, que se percibía en las contadas ocasiones en que se abría la puerta del cuartucho; era la desesperanza, lo que más atormentaba a los encarcelados. Para muchos sólo quedaba el deseo de la muerte, sin pasar por el tormento, si es que había alguno peor que aquel purgatorio prolongado en la tierra. Como siempre, las lágrimas son el último recurso, aún en los hombres que se tienen por más duros y recios; en el caso de Munio Alfonso, además, resultaban la manifestación de un verdadero arrepentimiento, recordando sus acciones del pasado. No dejó de maldecir, más de una vez, a sus carceleros, prometiendo continuar combatiéndolos con más acierto y ahínco en caso de ser liberado.

            Al final, llegó la ansiada liberación, a través de un elevado rescate pagado por su mujer y sus amigos, con la práctica totalidad de los bienes que su familia poseía: las joyas, los animales, los utensilios, vestidos y hasta recuerdos que pudieran tener algún valor. Todo lo perdió Munio, cuyas ataduras a la vida cada vez eran menores y, en cambio, sus disposiciones para perseverar en la pelea, sin tregua, por contraposición mayores.

            El cautiverio le había servido, desde luego, de duro bautismo de guerra, con importantes cambios de mentalidad y algunas secuelas físicas. Pero no terminó con él su preparación, para convertirse en uno de los más eficaces y audaces caballeros de la extremadura castellana. Todavía hubo de pasar por otra durísima prueba, que algunos interpretaron como continuación del castigo que Dios le aplicaba por su pecado.

            Un golpe de mano de los principales reyes y gobernadores de los almorávides en la Península, como Azuel de Córdoba y Abenceta de Sevilla, provocó la pérdida del castillo de Mora, que Munio Alfonso no pudo o no supo defender. Mal aprovisionado, los musulmanes no dieron tiempo al recién liberado cautivo, para que pudiera acondicionar convenientemente la defensa de la fortaleza que el rey de León le había encomendado. Este golpe fue para Munio casi más terrible que el prolongado cautiverio, pues la vergüenza hizo le hizo apartarse del propio favor real.

            ¡Cuánto se acordaría entonces de su hija muerta, la que tampoco había sabido defender su fortaleza, frente a un enemigo probablemente más poderoso que ella!. Es posible, que Munio Alfonso volviera a debatirse entre la desesperación y el arrepentimiento; pero, una vez más, él había salido con vida, sin que pudiera dar la espalda a su misión y a su destino.

         Esta vez fue su propia iniciativa la que se puso en movimiento y la que, por fin, le permitió desarrollar con éxito su cometido guerrero. Su habilidad y su prestigio todavía fueron suficientes para captar la adhesión de un grupo de compañeros de armas, gentes de Talavera, Madrid, Ávila y Segovia, probablemente tan desesperados y aventureros como él, y también con tan poco que perder, sino era la vida. Pronto la cuadrilla se hizo famosa por sus golpes de mano, celadas y encuentros favorables con agarenos y moabitas: una y otra vez, para regocijo y admiración de los cristianos, volvían los expedicionarios a Toledo, cargados de botín y de cautivos. Mucho dio que hablar el ardor y la eficacia de la partida de Munio; incluso entre los islamitas corrió la voz, como si temieran la aparición de un nuevo Cid Campeador.

            No le faltaron noticias al rey Alfonso, siempre preocupado por los asuntos de la frontera, quien decidió recuperar a Munio para su servicio, nombrándolo nada menos que segundo alcayde de Toledo. Esta vez, con una misión todavía más compleja y arriesgada que la defensa de una pequeña fortaleza avanzada: la de coordinar la acción de todos los caballeros y peones de las ciudades y castillos, que estaban más allá de la Sierra. A todos puso allí bajo su obediencia, para que le siguieran cuando hubiese menester de ellos: fuese en sus habituales campañas de castigo por tierras del enemigo, o para realizar misiones concretas de contraataque y de defensa.

            También esta vez, Munio pudo seleccionar más de noventa mílites o caballeros, de los más fuertes de Toledo y de las otras ciudades y aldeas de la transierra, para que le acompañaran de forma constante en sus aventuras. Lo mismo ocurrió con un buen número de infantes, que unidos a sus viejos compañeros de combate, constituyeron una importante fuerza de ataque, capaz de empresas de cierta envergadura, como pronto tuvieron ocasión de demostrar.

            En cualquier caso, estaba claro que Munio Alfonso tenía mejores cualidades como atacante y guerrillero en permanente movimiento, que defendiendo una fortaleza estática. Aunque, sin duda, la recuperación de su antiguo castillo de Mora, hubo de ser una de sus primeras empresas. Por eso, y porque los éxitos continuaban produciéndose, en la primavera de 1143 eran muchos los que deseaban acompañarle en su enésima escaramuza por tierras de Al-Andalus.

            Lo que no podían sospechar es que aquella nueva aventura, se convertiría en el episodio más arriesgado y glorioso de la agitada historia de Munio Alfonso. En efecto, la entrada de los cristianos, esta vez, en la campiña cordobesa, provocó un inmediato y temible contraataque por parte de los reyes-gobernadores de la propia Córdoba y de Sevilla, poniendo en grave aprieto a los expedicionarios, que se vieron obligados a enfrentarse a una fuerza muy superior.

            Y es que el ejército musulmán, dirigido en aquella ocasión contra Munio y los suyos por Azuel de Córdoba y Abenceta de Sevilla, no era un simple contingente reunido precipitadamente, ante un ataque que les hubiese pillado por sorpresa. Los reyezuelos musulmanes estaban preparando una gran expedición, cuando el alcayde toledano, sin saberlo, realizaba la suya. Algunos agarenos de la campiña de Córdoba avisaron a Azuel y Abenceta del ataque y la destrucción que estaban sufriendo. Y fue así como estos últimos decidieron comenzar su agresión a los cristianos, lanzando todo el poder que ya habían reunido contra los temerarios seguidores de Munio Alfonso.

            De pronto, todo un ejército en orden de batalla, reunido a los sones de tambores y tubas, a su paso por castillos  y aldeas, y compuesto por un buen número de caballeros, infantes y ballesteros, bajo los estandartes reales de Córdoba y Sevilla, se puso a la espalda del pequeño ejército expedicionario cristiano. Como un enorme gatazo dispuesto a devorar su presa, llegó hasta cerca de su víctima que sólo pudo apercibirse de la enorme diferencia de fuerzas que existía.

            Munio Alfonso llevó a los suyos a un montículo pequeño, para esperar y rezar, que era lo único que podían hacer en aquel momento. Pero no fue una espera descuidada, Munio alentaba a todos, preparaba sus compañías para el combate e invocaba al apóstol Santiago. Incluso, animaba a los demás con la esperanza de una posible aunque difícil victoria: "si eso ocurría -les decía- sería la gloria, al tratarse de los dos reyes más poderosos de entre los sarracenos, que si eran vencidos y muertos, también lo serían todos los demás". Además, quedaba la posibilidad de lograr un botín, mayor cuanto mayor era el enemigo a batir. En cualquier caso, no había lugar ni era tiempo para los cobardes, para los que dieran la espalda al enemigo.

            Munio también habló a los suyos de las luchas pasadas, de como algunos de los presentes, y el mismo, ya habían librado con éxito batallas tan difíciles como aquellas; incluso contra enemigos todavía más poderosos, como el propio rey Tasfín, que lo era de todos los almorávides. Y era verdad, porque, una vez, setenta y dos de ellos se habían encontrado en Almodóvar de Tendas con el jefe de los africanos, saliendo no sólo airosos sino incluso victoriosos. De forma que "Dios puso entonces al enemigo en nuestras manos", decían algunos veteranos a los más jóvenes.

            Otros preferían recordar el enorme botín que entonces consiguieron; lo que no dejaba tampoco de animar a los menos experimentados e, incluso, a los más pusilánimes, pues la esperanza de riqueza es capaz de cegar el miedo a la muerte. Pero ninguno dejó de pensar en ella, en la muerte, y de pedir a Dios perdón por sus pecados, empezando por el propio Munio, que como nuevo Macabeo no sabía si iba a la victoria o al suplicio.

            Por suerte para los cristianos, la actitud arrogante de sus numerosos enemigos y del poderoso rey Abenceta de Sevilla, no llevó a los musulmanes a preparar la batalla como lo hubieran hecho de encontrarse en circunstancias adversas. Se limitaron a reírse de aquella cuadrilla de insensatos, a los que daban ya por descabezados. El pobre estandarte de Munio lucía solitario en medio de los suyos, frente a la multitud de enseñas y lanzas de los islamitas. Abenceta debió pensar que con un simple zarpazo sería suficiente, para acabar con aquel pequeño obstáculo en su camino hacia Toledo. El mismo se adelantó para derribar aquella la fácil presa, cuyo atrevimiento merecía un escarmiento real.

            Unir la arrogancia a la imprudencia suele ser nefasto: Abenceta murió a manos del primer caballero cristiano con que se topó, uno de aquellos veteranos de mil escaramuzas, llamado Pedro Alguacil. Así, su cabeza fue la primera en rodar, para espanto de su numeroso y desorganizado ejército, que la pudo ver clavada en la pica del caballero cristiano. La desbandada permitió a los de Munio sacar provecho de una batalla, que en principio tenían perdida: persiguieron con furor a los que les daban la espalda, capturando o matando a muchos de ellos, incluido el otro rey Azuel, gobernador de Córdoba.

            Tan solo con lo que quedó abandonado en el campo y en el campamento de los derrotados, el botín se podía considerar mucho mayor del esperado. Los cautivos, desarmados, eran tantos que apenas podían ser controlados por sus captores. Las joyas más preciadas eran los estandartes y tiendas reales con todos sus aditamentos, armas, vajillas, telas y adornos. Todos se afanaron en recoger aquellas riquezas para transportarlas a Toledo, precedidos de los trofeos que demostraban la magnitud de su éxito: en el propio asta de cada estandarte real clavaron las cabezas de Abenceta y Azuel; mientras que otras picas y lanzas portaban las de otros muchos enemigos muertos en la batalla.

            Aquellos sangrientos despojos, consecuencia del odio y del miedo con que se vivía en la frontera, no anulaban por completo el respeto debido al vencido. Munio ordenó que los cuerpos reales, fuesen enviados a sus casas envueltos en ricas telas. Se entonaron cánticos de alabanza a Dios, que había puesto a muchos en manos de pocos, como en tiempos de los Macabeos.

              Es fácil imaginarse la entrada triunfal en Toledo de aquel grupo de hombres valientes, precedidos de una multitud de cautivos maniatados, cargados de riquezas y preciosos caballos, con sus sillas labradas en oro y plata, y hasta algún que otro camello entre las muchas acémilas capturadas. El regocijo general se unió a la admiración por el botín y el éxito conseguido, en particular por Munio Alfonso a quien se atribuía la mayor parte del mérito.

            A la hora de dar gracias en la iglesia de Santa María, salió el propio arzobispo don Raimundo para bendecir a los recién llegados. También le abrió sus puertas la reina doña Berenguela, gran defensora y amante de la ciudad de Toledo, y por tanto conocedora de lo que significaba el desbaratamiento de un posible ataque, como el que proyectaban los reyes musulmanes muertos. No menos satisfacción tuvo el rey Alfonso, que llegó algunos días después a la ciudad y recibió el quinto del botín logrado por Munio y los suyos, ordenando que se le diese, a su vez, a la Iglesia la décima parte que le correspondía. También se quiso hacer llegar a la iglesia de Santiago parte de aquella riqueza, como reconocimiento de la ayuda que el apóstol había prestado a los expedicionarios.

            Es posible que a Munio Alfonso le hubiese gustado llevar aquel presente personalmente a su tierra, tan añorada y tan querida. Pero, al igual que bastantes de sus acompañantes, permaneció en Toledo: terminaba la primavera y para el estío, el monarca quería hacer su propia campaña por la campiña de Córdoba; se iba a llevar a muchos hombres de la frontera y quería que otros, como Munio o el alcayde de Fita, Martín Fernández, protegieran los puntos más débiles, como el castillo de Peña Negra; el que construyera precisamente tras la pérdida de Mora.

            El caso es que Munio apenas tuvo tiempo para disfrutar de su resonante victoria, y se trasladó a aquella fortaleza para avituallarla y defenderla. Hacía tiempo que, como sabemos, había renunciado al descanso en su lucha contra el Islam. Las razones de su celo no habían desaparecido y el éxito no significaba demasiado, al lado de lo que en otro tiempo había perdido.

            Entre los adalides y caudillos musulmanes, en cambio, cundió cierto temor y desánimo, que se transformó pronto en odio a la persona del nuevo héroe de los cristianos. Para algunos, como Farax de Calatrava, su eliminación pasó a ser una meta prioritaria. Muchos otros de los asentados en las riberas del Guadalquivir, animados por vivos deseos de venganza, vinieron a dar en los mismo, tratando de acordar como preparar alguna celada contra aquel funesto enemigo.

            La verdad es que no tuvieron que esperar mucho, para verle aparecer de nuevo por sus tierras, destruyendo y matando a cuentos encontraba a su paso. Como sabemos, Munio no era hombre paciente ni le gustaba la defensa estática; así que, en cuanto llegó a Peña Negra, dejó allí a su compañero de armas, Martín Fernández, y se marchó con cuarenta hombres a deambular por territorio enemigo. Además de buscar el botín habitual, pudo enterarse de algunas cosas importantes, referentes a los planes de ataque que, contra sus fortalezas, planeaban los musulmanes: un confidente agareno que sabía latín, en el sentido más estricto, le puso al corriente de los preparativos de Farax de Calatrava, que estaba reuniendo un ejército para atacar y tratar de tomar, una vez más, el castillo de Mora. Además, al aparecer, el moabita había jurado no parar hasta dar muerte y descuartizar a nuestro caballero, a quien consideraba impío y desalmado.

            Munio no se asustó demasiado, sino que avisó a los de Peña Negra y decidió continuar investigando los planes de sus enemigos. Se acercó tanto a Calatrava, que llegó a tomar contacto con el ejército musulmán, aunque regresó rápidamente a sus posiciones iniciales. Desde luego, el peligro era importante, aunque, según creía él, no mucho mayor que en anteriores ocasiones. Por eso, convenció a Martín Fernández para que, sin esperar un ataque, tomaran la iniciativa y salieran con todos sus hombres contra los agarenos y moabitas. Es posible que el bueno de Martín Fernández, hombre bastante prudente, se viera arrastrado por los recientes éxitos de Munio, en circunstancias parecidas; además, Farax no había enseñado todas sus cartas o garras, según se mire.

            La salida resultó esta vez desastrosa para los cristianos, comenzando por Martín Fernández que recibió una dolorosa herida de ballesta en un brazo, y tuvo que batirse en retirada a su fortaleza. Munio Alfonso hubiera, en buena lógica militar, tenido que hacer otro tanto; pero no lo hizo. ¿Por qué?, no hay una respuesta clara: había llegado su hora crucial, la de enfrentarse sólo y de frente con el enemigo. Desde luego, existía una razón para el heroísmo: el tiempo que se pudiera ganar continuando la pelea en desventaja, redundaría en beneficio de las fortalezas que los musulmanes se proponían atacar. Peña Negra y, sobre todo, la vieja Mora se salvarían, pagando él su deuda por su antigua pérdida, y, quizá, con su vida otra mayor: la muerte de su hija.

            Así fue, los musulmanes se arrojaron sobre los pocos que, como Munio, quedaban en el campo para hacerles frente. Una vez más, los cristianos habían elegido una posición algo elevada, un pequeño montículo, para defenderse; pero esta vez, Farax se preocupo ante todo de asegurar un estrecho cerco, por el que no pudiera escapar su ansiada presa; al tiempo que, las acometidas sistemáticas, acabaron doblegando la valentía y la fuerza de los cristianos. Entonces, se convirtieron en fácil presa de sus enemigos, que los masacraron y mutilaron sin piedad.

            El inútil heroísmo de aquella batalla sangrienta, también impresionó a los musulmanes, muchos de cuyos cadáveres quedaron diseminados por el campo. Farax estaba dolido y apenado, las pérdidas y la fatiga fueron mayores de las que probablemente esperaba, al comenzar a atacar a los sitiados. Eso suponía la ruina de su propia expedición, pero el adalid quiso saciar su sed de venganza y celebrar su pírrica victoria, en el cuerpo de su enemigo muerto: ordenó despojar de sus armas a Munio Alfonso; cortarle la cabeza, la mano y el pie derecho, y enviar a Córdoba, a la viuda del rey Azuel, parte de aquellos macabros trofeos, mientras que el resto eran exhibidos en las torres de Calatrava, para que todos supieran que aquel pequeño héroe cristiano, ya estaba muerto. Tan sólo el tronco de Munio, como un despojo, llegó a Toledo, envuelto en las telas blancas en que Farax lo mandó amortajar.

            En la ciudad del Tajo, la mujer y el hijo de Munio Alfonso, a quien su padre había apartado por la fuerza del combate final, obligándolo a regresar con los que se retiraban, recogieron y enterraron aquel cuerpo mutilado que toda la ciudad lloraba, como a uno de sus hijos adoptivos predilectos. También lo lloraron sus compañeros, y hasta el propio rey Alfonso, cuando regresó de su expedición victoriosa por tierras de Córdoba, Carmona y Sevilla. Y aún dicen las crónicas, que tal fue la pena y dolor que mostraba el rey, que los condes y potestades de su séquito tuvieron que reprenderle respetuosamente, y recordarle cómo había muchos valientes y esforzados guerreros en su reino, al igual que lo había sido Munio, y, sin duda, algunos bastante mejores todavía. Lo cual era cierto, porque nunca faltaron en aquella frontera gente heroica y aguerrida, que contribuyeron, a pesar de sus pecados y defectos, al avance de las armas cristianas en la Península.

5. El rey moro Zafadola

            Munio Alfonso tuvo un vengador bastante inesperado: no fue el rey de León ni ninguno de sus vasallos cristianos, quienes dieron muerte al adalid de Calatrava, autor de la desgracia del segundo alcayde de Toledo; resultó ser un agareno, un hispano-musulmán, de noble estirpe zaragozana y no demasiado bien relacionado con los moabitas africanos, el que tramó y llevó a cabo la derrota final de Farax. Las crónicas latinas le llaman Zafadola, aunque su nombre real era algo más complicado, como suele ocurrir con los nombres árabes que los cristianos, al no entenderlos, acaban simplificando. Así ocurrió con el famoso Abu'Amir Muhámmad Ibn Abi 'Amir al-Ma'afiri, de sobrenombre Al-Mansur billah, es decir "el victorioso por Dios", y conocido más comúnmente como Almanzor.

            Pues bien, nuestro personaje, Zafadola, venía a llamarse algo así como Ibn Hud al Mustansir Sayf al-Dawla, y cualquiera adivinará fácilmente de donde sacaron los cronistas cristianos su apelativo familiar. En realidad, era un personaje noble, de alta cuna, descendiente nada menos que de los antiguos reyes de Zaragoza, los banu Hud, que durante el siglo XI se mantuvieron más o menos independientes del resto de las autoridades musulmanas y cristianas de la Península, dominando desde la ciudad del Ebro Tudela, Huesca y Calatayud.

           Su independencia no fue nunca fácil, pues su vecindad con Castilla, Navarra, Aragón y los condados catalanes, todos interesados por las tierras del Ebro, les obligó a llevar una defensa militar y un juego político de alianzas bastante complejas. Uno de los antecesores de Zafadola, Moctádir, buscó en el desterrado Cid Campeador, Rodrigo Díaz de Vivar, la defensa eficaz de su pequeño y apetecible reino. Pero las cosas se pusieron peor, cuando los almorávides desembarcaron a finales de aquel siglo XI en la Península, protagonizando la segunda gran invasión musulmana de España, desde su primera ocupación por los árabes en el año 711.

            Los norteafricanos querían acabar con la independencia de las taifas, y volver a imponer la unidad islámica en la Península; lo que lograron con relativa facilidad. Desde luego, encontraron resistencia, a veces duradera, como es precisamente el caso de nuestro personaje: perdidas casi todas las posesiones de sus antecesores, que pasaron a manos almorávides o cristianas, Zafadola pudo mantenerse, con ayuda del rey de Aragón, en la fortaleza de Rueda, cerca de Epila. Allí le encontramos cuando la ocupación almorávide del resto de Al-Andalus, había durado ya casi cincuenta años, en 1131.

            Para entonces no le debían ir demasiado bien las cosas, pues andaba buscando nuevo protector o señor. Al parecer, no se llevaba demasiado bien con Alfonso el Batallador de Aragón, que tenía ya el valle del Ebro por tierra incorporada a su reino. El padre de Zafadola, Imad, había muerto un año antes, y no parece que el hijo estuviera dispuesto a seguir como pequeño aliado a orillas del Jalón: así que se fue a Toledo, en busca del otro rey cristiano Alfonso, el séptimo de León y de Castilla.

            Desde luego Zafadola fue muy bien recibido por los habitantes y por el monarca de aquella ciudad, ejemplo de convivencia y tolerancia. Nada menos que un rey moro, venía ofreciendo su colaboración y dispuesto a ponerse a sus órdenes. Hacia tiempo que los reyes de León se consideraban emperadores en la Península, o sea de España, entidad en la que todos creían, aunque no todos compartieran el deseo o la esperanza de reunificarla bajo una sola autoridad; pero resultaba difícil concretar en que consistía la supremacía imperial de los monarcas leoneses, sobre el resto de las autoridades de la Península.

            El abuelo de Alfonso VII, de quien entre otras cosas había heredado el nombre, después de conquistar Toledo, se dio en llamar emperador de las tres religiones. Ahora su nieto, iba a poder presumir de tener un vasallo musulmán, cuya dignidad real hacia más real todavía aquel título, del que también se consideraba ya por entonces heredero.

            El rey Alfonso y Zafadola se entendieron bastante bien, pues el monarca, que no era un hombre excesivamente enérgico, necesitaba de aquellos caracteres vigorosos y aventureros que, como el de su nuevo aliado musulmán, podían ayudarle a tener un poco más de éxito en su reinado. Las ambiciones del señor de Rueda, que odiaba a los africanos y tenía vocación de caudillo, eran todavía  mayores: le dijo al rey de León, que él quería llegar a ser rey de los moros andaluces, para ponerlos a su servicio, y, a partir de entonces, como tal se le consideró.

            Entregó su fortaleza de Rueda, después de consultar con sus familiares y servidores, y vinieron todos a instalarse en las tierras de la frontera toledana, que Alfonso VII le había dado a cambio. Desde allí, como un frontero más, habría de combatir por la causa de su nuevo monarca, y colaborar en sus campañas, como lo hizo en numerosas ocasiones. Con su ayuda se iniciaron, de hecho, las expediciones reales por tierras de Al-Andalus, y el rey Alfonso se atrevió, el año 1133, a pasearse por la campiña cordobesa y las márgenes del Guadalquivir, atacando ciudades tan importantes como Sevilla, Carmona o Jerez, y llegando incluso cerca de Cádiz.

            A pesar del favor real, Zafadola no encontró excesiva buena acogida entre los caballeros villanos de la frontera castellana, para los que no dejaba de ser más que un advenedizo musulmán, sin que se les diera mucho que fuese español o norteafricano, agareno o moabita, pues, según ellos, todos aquellos renegados se dedicaban por igual a matar cristianos. Ya se sabe que la tolerancia o las sutilezas políticas terminan, allí donde los conflictos son más inmediatos y primitivos.

            Quizá por eso, o porque desde el principio lo había planeado así y acordado con el rey Alfonso; pronto Zafadola prefirió servir a su nuevo señor, actuando por su cuenta y de forma continua en territorio musulmán: tratando de sublevar al mayor número de agarenos contra los almorávides, o procurándose una posición fuerte en territorio de Al-Andalus. Es decir, quería llegar a ser realmente el rey de los andaluces, sin dejar de colaborar con el de León.

            La verdad es que Zafadola tuvo, desde el principio, bastantes adeptos en territorio musulmán; sobre todo entre los que estaban artos de las autoridades marroquíes, que les quitaban sus bienes y sus tierras, y hasta a sus mujeres e hijos: preferían pagar tributo al rey cristiano, que seguir soportando la opresión almorávide. En realidad, este era el discurso de los aliados del mismo Zafadola, demostrando que la propaganda política siempre ha tenido bastante éxito.

       Sin embargo, como en el campo cristiano, no todos estaban entusiasmados con la llegada e intervención de aquel Ben Hud de Zaragoza. Farax, el adalid de Calatrava, no veía en Zafadola más que un potencial enemigo, culpable de que los cristianos dieran muerte a los principales caudillos islámicos. Si odiaba a Munio Alfonso, el alcayde de Toledo que mató a Azuel de Córdoba y a Abenceta de Sevilla, más odiaba a este colaboracionista, traidor a su pueblo y a los de su fe.

           Durante algún tiempo, Farax asistió impotente a los éxitos de Zafadola. Lo cierto es que, este último, consiguió organizar y dirigir una revuelta sin precedentes, por su amplitud y duración, de los hispano-musulmanes contra los africanos. Contó, desde luego, con la colaboración de otros agarenos de estirpe real, como Muhammad ben Yahyà gobernador de Mértola, donde primero estalló la revolución. Este Muhammad o Mahomete, como le llaman las crónicas, tenía fama de ser el hombre más astuto y bravo de su tiempo, a la par que literato. Después se sublevaron contra los gobernadores almorávides africanos, muchas otras ciudades y provincias, como Valencia, Murcia, Lérida y Tortosa; y pronto llegó también a las ciudades y castillos más importantes de Al-Andalus, como Jaén, Úbeda, Baeza, Sevilla, Granada o Córdoba, sin que los moabitas pudieran hacer nada para pararla: allí donde se les encontraba eran asesinados, o tenían que huir de un territorio a otro.

            El momento de mayor éxito para Zafadola, llegó con su entrada en Córdoba, la antigua capital de los califas omeyas: en un golpe de mano, consiguió reducir al jefe de las tropas almorávides, Abengania, al alcazar de la ciudad; lo que, como todo lo anterior, llegó a oídos de Farax. Más preocupado que nunca y crecido por su reciente victoria sobre Munio Alfonso, a quien había dado muerte, el gobernador de Calatrava consideró que era el momento de pararle los pies a aquel advenedizo que, además, colaboraba con los cristianos.

            Se acercó hasta Córdoba, simulando deseos de colaboración en la revuelta contra los almorávides, cuando en realidad iba invitado por los enemigos secretos de Zafadola en la ciudad. De tal manera que, cuando llegó, se apresuró a entrevistarse con Abenfandi, venerable anciano y una especie de sacerdote musulmán, para preparar una conspiración que acabara con el gobierno de su enemigo en la ciudad. Es muy posible, que Farax planeara simple y llanamente el asesinato de Zafadola; pero éste se le adelantó: lo sacó de la ciudad, con la ayuda de sus aliados cristianos, y ordenó que le dieran muerte.

            Farax pagaba así su ensañamiento contra los defensores de Toledo, y en especial su crueldad con Munio Alfonso, al que mató y descuartizó; mientras que Zafadola se quitaba de en medio, de forma más o menos consciente, un enemigo peligroso.

            El primero en congratularse por la muerte del cruel gobernador de Calatrava fue el rey de León. Alfonso VII celebraba como propias las victorias de su vasallo Zafadola, y estaba encantado de que su fiel aliado estuviera en Córdoba, sembrando la discordia entre los peligrosos almorávides. En la frontera castellana, aquellas noticias también tuvieron buena acogida, incluso entre algunos de aquellos caballeros pardos o villanos, que no habían recibido con excesiva simpatía al descendiente de los ben Hud de Zaragoza, cuando llegó por primera vez a Toledo para ponerse al servicio del monarca.

            Por desgracia, nunca faltan los que llevan su odio de religión, mal entendida, o de raza, más allá de la lealtad y de la alianza, y siguió habiendo quienes pensaban, que era un error del rey de León tener un servidor entre los agarenos. Lo más llamativo fue que, entre estos, la venganza de la muerte de Munio Alfonso gracias a Zafadola, sólo sirvió para acrecentar su saña contra el vengador, al que seguían considerando un intruso, capaz de hacer cualquier cosa por ganarse la voluntad del monarca. La inquina llegó hasta el punto de que algunos se la tenían jurada, poseídos por un género de locura propio de quienes no pueden resistir los éxitos ajenos, sobre todo cuando son personas que consideran adversas.

            Entre tanto, Zafadola tenía otras cosas de las que preocuparse, pues su gobierno sobre Córdoba no pudo durar demasiado. Sus enemigos consiguieron que abandonara la ciudad, viéndose obligado a buscarse otros centros de actuación, para continuar su lucha contra los almorávides africanos. Eligió las tierras de Úbeda y pidió ayuda al rey de León para apoderarse de su capital. Alfonso VII, desde luego, no dudo en socorrerle y envió un buen ejército, al mando de tres de sus más poderosos condes, para que colaboraran en sus campañas. Nada menos que Manrique de Lara, Armengol de Urgel y Ponce de Cabrera dirigían aquella expedición, que debía contribuir a poner buena parte de Andalucía oriental bajo el control del monarca leonés y de su aliado: con ellos iban muchos caballeros villanos y peones, dispuestos como siempre a sacar partido de sus aventuras.

            Quiso la mala fortuna, que el entendimiento entre los nobles enviados por el rey de León y Zafadola no fuese completo. El ejército cristiano, más que como aliado se comportó como razziador, es decir, se dedicó a destruir y cautivar a los habitantes de la región, hasta el punto que estos fueron los que pidieron ayuda a Zafadola para que les librara los cristianos. El rey de los andaluces, como sabemos que le llamaban, trató de hacer entrar en razón a sus aliados, intentando convencerles de lo inútil y contraproducente de su comportamiento, aún para los intereses de su propio monarca. Pero no hubo respuesta, los ánimos se enconaron más, hasta llegar al enfrentamiento: prevalecieron los odios de algunos, que decidieron aprovechar la ocasión para matar a Zafadola.

        La muerte de este bravo caudillo musulmán es uno de los episodios más tristes y confusos de la Reconquista española. Nadie pudo explicar al rey de León que había ocurrido a ciencia cierta; lo que es seguro es que si alguna vez el monarca sintió alguna muerte, fue ésta. No es fácil llegar a comprender como el pequeño egoísmo de un botín inmediato, o el odio racial, son capaces de destruir la alianza entre gentes que luchan por el mismo ideal, como era la liberación de España de un poder africano.                                                                                          

6. La conquista de Almería

     En el siglo XII el Mediterráneo occidental estaba lleno de piratas sarracenos de religión musulmana, que atacaban a las naves, sobre todo genovesas y pisanas, que frecuentaban aquellas aguas con el afán de abrir y mantener nuevas rutas comerciales. También los catalanes sufrían su acoso y padecían los graves daños que causaban a sus navegantes, y a todos los que estaban interesados en relacionarse con los puertos del Levante español.

En realidad, la piratería era un mal endémico, que se remontaba a la época de las grandes invasiones, durante el siglo IX, cuando los vikingos por el Norte y los húngaros por el Este, como los sarracenos por el Sur, acosaron sin tregua y medio destruyeron el Occidente cristiano. Superada esa época, el dominio musulmán en el Norte de África, no facilitó sin embargo la pacificación de esta última frontera, a diferencia de lo que ocurrió con el mundo eslavo y escandinavo. El Mediterráneo, la principal vía de comunicación entre Oriente y Occidente, continuó siendo un lugar particularmente peligroso y conflictivo.

Hartos de esa situación las autoridades de la República de Génova enviaron emisarios al rey de León y al resto de las autoridades cristianas de la Península Ibérica, para planear con ellos un golpe de mano contra una de las principales bases de la piratería en el Mediterráneo occidental, el puerto de Almería y su alcazaba.

Levantada sobre un cerro que domina la bahía, la alcazaba de Almería es una fortaleza impresionante, edificada y reedificada en sucesivas ocasiones, sus orígenes son muy antiguos. Desde mediados del siglo X, gracias al impulso que Abd al-Rahman III dio a la ciudad, concediéndole incluso la categoría de Medina, el puerto almeriense, bajo la protección de su fortaleza, daba acogida a una importante flota, que los omeyas potenciaron, mientras su gobierno fue efectivo en al-Andalus. Más tarde, esa flota se convirtió en el foco de piratería que tanto preocupaba a los comerciantes italianos en el siglo XII. Además los almerienses sabían construir barcos y lo hacían bastante bien, de sus atarazanas habían salido muchos navíos pertrechados para la guerra, que ahora servían a los piratas sarracenos para imponer su ley en las aguas del Levante peninsular.

Contrarrestar esta situación era importante, a poco interés que se tuviera en fomentar los intercambios comerciales entre los distintos puertos del Mediterráneo. De hecho, en la época en que genoveses y pisanos se plantearon combatir a los sarracenos, el comercio internacional era ya un negocio bastante rentable, que favorecía la creación de commendas y compañías, donde socios capitalistas y navegantes compartían los riesgos y los beneficios de los distintos viajes.

Pero con la piratería los peligros se multiplicaban y el número de barcos y cargamentos perdidos era muy elevado, condiciones que no favorecían la apertura de nuevos mercados, donde llevar las valiosas joyas y especies de oriente, cuando no alimentos e incluso productos manufacturados y, desde luego, esclavos, a pesar de las prohibiciones.

También había que dar salida a los productos del Norte que llegaban al Mediterráneo desde las ferias de Champaña, convertidas en las grandes citas de intercambio terrestre del gran comercio, donde los productores textiles de Países Bajos acudían a vender sus productos y a comprar otros provenientes del Sur.

No es extraño que en una Europa en plena expansión, especialmente comercial, genoveses y pisanos quisieran asegurar su porvenir mercantil en el Mediterráneo occidental, como los venecianos lo habían hecho ya en el oriental.

Probablemente con quien primero se pusieron en contacto los italianos fue con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV. Pues, en su caso, los intereses marítimos podían ser, y de hecho lo eran, perfectamente convergentes. Sabemos que este poderoso conde, “un rey en su condado”, se había convertido además en príncipe de Aragón, cuando en 1139 se acordaron sus desposorios con la heredera de este último reino, la famosa doña Petronila, hija de Ramiro I el Monje.

Pero, aunque como conde de Barcelona, o sea de toda Cataluña, y príncipe de Aragón acumulaba un poder militar y político muy importante, Ramón Berenguer IV aconsejó desde el primer momento a los legados genoveses , que se pusieran también en contacto con el rey de León, su cuñado. Pues sólo con su colaboración, según opinaba, podría llevarse a cabo con garantías una campaña al mismo tiempo marítima y terrestre contra del puerto de Almería.

La plaza musulmana se encontraba demasiado lejos de las posiciones más avanzadas de los catalanes y aragoneses en el valle del Ebro; mientras que los castellanos habían llegado ya al Guadiana y realizaban campañas de castigo, que incluían el dominio temporal sobre Córdoba y otras importantes plazas musulmanas en el camino hacia el sureste peninsular. Además, el rey de León parecía el único capaz de coordinar una operación de esta envergadura, por lo que resultaba muy arriesgado o imposible planearla sin su concurso.

Se como fuere, los legados de la República de Génova no dudaron en seguir el consejo del conde catalán y fueron con cierta premura al encuentro de Alfonso VII; lo encontraron a principios del verano de 1146, nada menos que asediando la ciudad de Córdoba.

Acababa de morir el famoso Zafadola y el monarca leonés intentaba no perder terreno en al-Andalus, en un momento en que los almorávides, los africanos que dominan en el Sur de la Península desde 1086, daban muestras de debilidad y de desorden.

Las fuerzas que Alfonso VII desplegaba por entonces en estos cometidos, la organización de un ejército capaz de atravesar Sierra Morena y moverse con soltura en territorio enemigo, debió impresionar a los embajadores italianos, que sin duda pusieron grandes esperanzas en que, con la ayuda del monarca castellano-leonés, sus planes de ataque contra fortaleza almeriense pudieran llegar a buen fin.

Además el asedio de Córdoba terminó con bastante éxito, pues el monarca leonés consiguió que Abenhandín, uno de sus vasallos musulmanes, se convirtiera en gobernador de la ciudad, frente a otros candidatos más proclives a los almorávides.

Todo esto impresionó todavía más a los genoveses y facilitó sus gestiones, pues Alfonso VII en plena euforia reconquistadora, acogió con entusiasmo la idea de una campaña coordinada a nivel peninsular y con la colaboración de los italianos, bajo su mando. No mucho después llegaba la noticia de que, Manrique Pérez de Lara, uno de los principales colaboradores del rey de León, se había apoderado de Calatrava, sobre el Guadiana, despejando cualquier duda que todavía pudiera existir de la viabilidad de otros planes de mayor alcance.

Así las cosas se decidió poner por escrito un acuerdo entre genoveses y castellanos, para fijar planes y condiciones en que habría de realizarse la campaña contra Almería, durante el verano de 1147.

        Este último extremo, y todo lo relacionado con la preparación y realización de la campaña, quedó en efecto recogido en los acuerdos suscritos entre las partes interesadas, durante el mes de septiembre del mismo año 1146. Según estos, los genoveses se comprometían a intervenir en el asedio de Almería, a partir del mes de mayo de 1147, con la condición de que de cada ciudad o tierra conquistada con su participación, dos partes fuesen para el emperador leonés, mientras que la otra fuese dada a Genova en plena propiedad y libre de cualquier impuesto u obligación; también pedían para su iglesia, los mismos privilegios y concesiones que se preveían en el tratado.

Alfonso VII rey de Castilla y emperador de España, en documento paralelo, asumía estos mismos compromisos y añadía otros a favor de sus aliados: el privilegio de franquicia o libertad de impuestos para los genoveses en todos sus dominios; la entrega de una iglesia en cada una de las ciudades conquistadas, con casas suficientes para cinco sacerdotes; y diez mil morabetinos para pagar parte del armamento aportado por los italianos.

Por supuesto, unos y otros preveían la participación del conde de Barcelona en la campaña, a quien Alfonso VII envió como embajador al obispo Arnaldo, a fin de que le explicara sus disposición favorable con respecto a la empresa que se les proponía. Ramón Berenguer IV suscribió sus propios acuerdos con los genoveses, comprometiendo la participación de sus fuerzas para las fechas señaladas.

Todos pusieron fiadores por lo acordado, especialmente el rey de León, que hizo confirmar su documento por más de sesenta caballeros pertenecientes a su ejército, diez de los cuales prestaron además juramento. No se prescindió de nadie, incluso se invitó a participar al rey García Ramírez de Navarra, para lo que el propio Alfonso VII organizó un encuentro con el conde de Barcelona, durante el mes de noviembre, a fin de limar asperezas y aunar voluntades. También se enviaron legados a Montpellier para que pidieran al conde Guillermo su colaboración en la empresa.

            El éxito de la convocatoria de una campaña para la conquista de Almería, se explica sin duda por los motivos que llevaron a plantearla. Entre estos existían sin duda algunos de carácter religioso, que no se pueden calificar simplemente de “pretextos”; aunque, por lo menos por parte de genoveses y catalanes, predominó el interés por acabar con la piratería musulmana en el Mediterráneo y por alcanzar ventajas en la competencia mercantil. Tampoco se puede olvidar la apetencia de un avance territorial por parte de Aragón, Barcelona y Castilla en Al-Andalus, en el contexto general de la Reconquista.

            Es posible incluso, que a semejanza de otras empresas de carácter similar, entre sus promotores estuviese la Santa Sede, con un papel inspirador y animador, como el que venía jugando con respecto a las grandes Cruzadas dirigidas hacia el Oriente. Así se explicaría la entusiasta participación del conde Ramón Berenguer IV de Barcelona, y el interés de Alfonso VII por liderarla.

            Lo cierto es que, se podría llegar a pensar, que esta ambiciosa campaña contra los confines de Andalucía y el poder del Islam, se concebía como una empresa de la España cristiana al servicio de la Cristiandad toda. Igual que en Francia san Bernardo, por encargo del papa Eugenio III, predicaba la segunda Cruzada, los obispos de León y Toledo animaban a los fieles a participar en la conquista de Almería.

            Incluso, uno de los más afamados trovadores de la corte de Alfonso VII, Marcabrú, llegó a componer una trova llamada "Pax in nomine Domini", con la que esperaba atraer caballeros del Mediodía de Francia, para que engrosaran el ejército expedicionario que habría de conquistar Almería; aunque, en este caso, parece ser que el éxito de su predicación “poética” no fue demasiado grande.

            La campaña terrestre se realizó con participación casi exclusivamente peninsular, y fue otro poeta, o más  bien un Poema, compuesto por un cronista de la época, el obispo Arnaldo de Astorga, el mismo que había sido enviado en su momento a la corte de Barcelona, para coordinar los acuerdos con los italianos, quien mejor describe como finalmente se organizó la gran hueste que habría se sitiar y conquistar Almería.

  “Se congregaron los caudillos hispanos y francos: por mar y por tierra buscan la guerra de los moros. Fue jefe de todos el rey del Imperio toledano, y éste era Alfonso, que tiene título de emperador”.

             La cita en Toledo había estado precedida por el apoyo firme de los principales jefes del estamento eclesiástico, cuya predicación contribuyó a dar a la campaña un carácter de verdadera cruzada:

 “Todos los obispos de León y de Toledo, habiendo desenvainado la espada divina y la corporal, ruegan a los mayores e incitan a los jóvenes para que vengan todos, fuertes, seguros, a las batallas…”

        La llegada de los contingentes, encabezados por sus líderes, y su integración en el ejército expedicionario no estuvo exenta de una determinada gradación y hasta espíritu protocolario, que contribuyó a dar particular solemnidad a los inicios de una campaña, cuyas miras excedían a la de cualquier otra por su naturaleza y por sus fines: 

“Es mes de mayo y va por delante el gallego, según lo mandado por la dulzura de Santiago” 

La devoción al Apóstol, en pleno auge de las grandes peregrinaciones, hace que se ponga por delante a él y al principal representante de la nobleza de Galicia: 

“A esta mesnada sigue el valiente conde Fernando, atemperando con real cuidado los fueros gallegos. Estaba fortalecido con la tutela del hijo del emperador. Si vieras a este juzgarías que ya era rey” 

Es decir, don Fernando Pérez de Traba, uno de los hijos del ayo de Alfonso VII, y fiel aliado del monarca leonés desde los inicios de su reinado; por lo que, en efecto, se le había entregado la custodia del segundo de los hijos del emperador, el futuro Fernando II de León. 

“Tras éstos la florida caballería de la ciudad de León, portando banderas, irrumpe a manera de un león. Tiene el puesto más alto de todo el reino hispano, investiga con real cuidado los derechos regios” 

            La corte regia no cede ante nadie su primacía, sino es ante el Apóstol Santiago, pues no en vano: 

“Por su juicio se rigen las leyes patrias, con su auxilio se preparan las guerras. Como el león aventaja a los demás animales en belleza y en fuerza, así esta ciudad supera a todas las ciudades en honor. Hay una antigua ley: Suyos son los primeros combates”

        Por eso tras el monarca y don Fernando, la comitiva está presidida por el tenente de torres leonesas 

“A estos sigue el conde Ramiro, admirable en su grado, prudente y afable con el cuidado de la salvación de León(...). Con este consul, León busca fieras guerras...". 

        Ciertamente, este conde Ramiro Froilaz, otro de los más viejos colaboradores de Alfonso VII, casi desde tiempos de su madre doña Urraca, y alférez durante los años en que hubo que luchar contra las peores rebeliones, había sido un baluarte para la ciudad de León desde la muerte de Rodrigo Martínez,

        Bastante parecido es el caso de don Pedro Alfonso, tenente de Asturias, siempre fiel a Alfonso VII y sustituto, en el más antiguo territorio de la monarquía, del rebelde Gonzalo Peláez, por eso tenía un puesto de honor junto a las tropas leonesas: 

“Entre tanto no irrumpe el último el arrojado astur(…). Jefe de estos era el ilustre Pedro Alfonso; aún no era consul,  pero en méritos iguala a todos” 

        No faltaron a la cita “los mil dardos de Castilla, famosos ciudadanos, poderosos a través de largos siglos”. Ni los de Extremadura, mandados por “el conde Poncio, noble lanza…”, que viniera con la reina doña Berenguela desde Cataluña. También llegaron gentes de Limia, dirigidos por Fernando Juanes, “distinguido en arte militar y nunca vencido en la guerra”. Y “Alvaro, el hijo del poderoso conde Rodrigo” González de Lara, “llamado con frecuencia Mío Cid, del cual se canta que nunca fue vencido por los enemigos…”. “El hijo de Fernando, llamado Martín”, que gobernaba Hita, y “el ilustre conde Ermengol”, procedente de Urgel. 

“No llegó más tarde a la guerra Gutierre Fernández, puesto que está respaldado con la tutoría del rey. Es Sancho el hijo de nuestro emperador, quien habiendo nacido el primero, es entregado a áquel para ser educado” 

       Gutierre Fernández dux Castellae, cabeza de la famosa familia de los Castro, fue en efecto el tutor del heredero de Castilla, y su mejor mentor para el futuro. Colaboró incansablemente con Alfonso VII en todas sus campañas y fue el artífice del éxito de las relaciones con Navarra, de las que dependía en buena medida el porvenir de su tutelado. De hecho García Ramírez, tampoco faltó a la cita de Almería, “pues toda Pamplona se une a Alava y Navarra brilla con la espada”. 

“El rey divisó una nube de polvo que cubría toda la tierra y ordenó levantarse a toda su guardia y, finalmente, recibe con magnificencia  a estos varones”. 

“Con tales auxilios se llenan los campamentos reales. España apoyada en tales y tantas columnas, con banderas desplegadas, ocupa los alrededores de Andujar…” 

        Había comenzado las conquista: partiendo de Calatrava el ejército de Alfonso VII se trasladó hasta el Guadalquivir, donde efectivamente se iniciaron las operaciones de control sobre determinados puntos estratégicos que permitieran a los expedicionarios abrirse camino hasta Almería. Después de Córdoba y Andujar, consiguieron un dominio efectivo sobre Úbeda y Baeza, dos grandes plazas fuertes que garantizaban un punto de apoyo permanente para la consecución de sus propósitos, en territorio hostil y tan alejado de sus propias ciudades.

        Precisamente estando en Baeza, a mediados de agosto, Alfonso VII recibió la noticia de la llegada por mar de los catalanes y genoveses que acudían a su encuentro. El retraso del ejército imperial preocupaba ya a la flota genovesa que le envió emisarios, para que se apresurase a cumplir lo pactado.

        Al  poco tiempo Alfonso VII levantó el campo de Baeza para dirigirse a Almería. Cuando el ejército imperial instalaba su campamento al pie de las murallas de la ciudad asediada, habían comenzado ya los ataques al puerto almeriense, por parte de las naves italianas.

        El asedio se prolongó durante todo el mes de septiembre, y hasta principios de octubre, cuando el rey de León y sus aliados peninsulares entraron en negociaciones con los sitiados; bien por su propia iniciativa, bien por deseo de los almerienses, agobiados por la situación.

        Ya hemos hablado de este tipo de negociaciones, bastante habituales en el proceso reconquistador; pero ajeno a los planteamientos de genoveses y pisanos. De hecho, parece que los tratos se hicieron a escondidas de los italianos, que interpretaron las treguas y garantías que se acordaron para la entrega de la plaza, como un simple pacto a cambio de ventajas económicas para abandonar el asedio por parte de las fuerzas terrestres.

        Lo cierto es que la plaza se rindió el 17 de octubre, fruto del esfuerzo de todos, aunque unos y otros trataron de ocultar la participación de los demás: la disparidad de criterios existentes en las noticias referentes al hecho, sería consecuencia de las divergencias habidas entre los aliados a última hora; pero es prácticamente indudable que catalanes, castellanos y navarros participaron en la toma de la ciudad y no se limitaron a permanecer en una posición de retaguardia.

        La plaza conquistada quedó bajo la custodia compartida de genoveses y castellanos. Los primeros designaron a un personaje llamado Otón de Bonvillano, como su representante; mientras que Alfonso VII nombró tenente de Almería a Ponce de Cabrera y de Baeza a Manrique Pérez de Lara


7. El motín de Compostela

             A principios del siglo XII muy poca gente escribía historia, don Pelayo un obispo de Oviedo bastante interesado en promover su diócesis, estaba redactando una Crónica llena de invenciones más o menos bienintencionadas.

            En realidad esto de las crónicas era un género que habían utilizado los cristianos del Norte de la Península, después de la destrucción del reino visigodo, para contar sus batallas contra los musulmanes invasores. El primero que mandó componer una de esas narraciones fue el monarca asturiano Alfonso III, a finales del siglo IX, pues necesitaba hacer propaganda política de su proyecto de reino frente a la consolidación del dominio islámico en Córdoba.

            De hecho, la Crónica de Alfonso III, como se denominó finalmente al texto, además de contar la resistencia armada que se mantenía frente a los africanos desde los tiempos de Pelayo, proponía restaurar el orden de los godos que se había perdido, como consecuencia precisamente de la invasión islámica.

         Según los autores, era necesario expulsar a los invasores de territorio hispánico y hacer retroceder al Islam hasta sus bases africanas; lo cual habría de requerir un esfuerzo renovado y una lucha pertinaz. Bien es verdad que algunos, llevados por el entusiasmo del momento y con singular atrevimiento, llegaron a vaticinar que eso, la expulsión de los islamitas, habría de ocurrir de inmediato, pues así se podía deducir de una profecía bíblica, que les parecía bastante aplicable al caso.

         Se trataba de la profecía de Ezequiel, según la cual el pueblo de los ismaelitas dominaría al de Gog durante 170 años, asimilándose los pueblos bíblicos a los que luchaban en la península ibérica, y como desde la victoria musulmana en el 714 hasta el 883 en que se escribieron las crónicas asturianas, en que encontramos esta crónica Profética, habían pasado 169 años, apenas faltaba otro para que los invasores fuesen definitivamente expulsados. En concreto esto iba a suceder el ..., cosa que por supuesto no ocurrió, quedando el tema de la profecía en pura anécdota. Pero no el afán de reconquista, que desde entonces fue un hecho, aunque tuvieran que pasar varios siglos para lograr realmente liberar el territorio hispánico de los musulmanes.

         Por parte de estos últimos, que también tienen su propia historiografía, incluso bastante más ilustrada que la de los cristianos, no había desde luego ninguna sensación de provisionalidad, sino más bien de permanencia, y si alguien sobraba eran los cristianos del Norte. Así quedó de manifiesto cuando Abd al-Rahmán III fundó el Califato de Córdoba, con claro afán hegemónico de crear un  Estado musulmán español, y dando por enterrado definitivamente el viejo y extinto reino visigodo.

         Los leoneses, o sea los del reino que había puesto en marcha la Reconquista, sobrevivieron al envite, sobre todo cuando el nuevo Califa intentó arrasarlos en la batalla de Simancas, pero la verdad es que durante bastante tiempo se quedaron mudos, sin escribir nuevas crónicas, hasta que un obispo de Astorga, superado el año 1000, y quizá por eso, volvió a preocuparse por contar algunas cosas que estaban sucediendo con respecto al duelo entre Cristiandad e Islam en la Península.

         Acababa de morir Almanzor, el famoso caudillo musulmán que se había dedicado durante el último cuarto del siglo X a arrasar sistemáticamente todas las ciudades, villas y monasterios del Norte de la Península. Sampiro, el obispo y cronista astorgano, conoció bien aquel azote de Alá y pudo vivir para contarlo, dejando constancia de las muchas y graves batallas que se habían librado y se seguían librando entre los ejércitos musulmanes y cristianos.

         Lo que no pudo ver el bueno de Sampiro, fue como estos últimos, leoneses y castellanos, junto a asturianos y gallegos, cobraban clara ventaja militar y política durante el siglo XI, avanzando desde el valle del Duero, hasta el del Tajo, sobre todo cuando el gran rey Alfonso VI conquistó Toledo en 1085.

         Eso, y lo que había ocurrido entre tanto, lo intentó contar un nuevo cronista, a principios del siglo XII, de quien apenas sabemos nada y que conocemos con el nombre del Silense, por haber sido monje del monasterio de Silos. Pero este Silense como Sampiro, sólo contó batallitas, aderezadas con algún que otro relato bíblico, acorde con las preocupaciones y la cultura del momento. Sus textos rústicos y primitivos, siendo un tesoro como únicos testimonios de los orígenes de la Reconquista, contrastan con otras narraciones y crónicas de aquel mismo siglo y del siguiente.

         Entre esas narraciones destaca sobre todo la Historia Compostelana, que el arzobispo de Santiago, don Diego Gelmírez, mandó componer el año 1140 a algunos canónigos de su catedral. Los autores, algunos de origen francés, como Hugo y Giraldo, escribieron una obra particularmente extensa, de doscientos cuarenta y siete capítulos, dedicados fundamentalmente a la vida y la obra del propio Gelmírez.

         Ni que decir tiene que se trata de una autentica apología del prelado, hombre verdaderamente insigne y particularmente activo en su labor de gobierno de la diócesis compostelana, ascendida gracias a sus propias gestiones a la categoría de metropolitana. Como además Gelmírez fue un político consumado, dueño y señor de buena parte de Galicia, consejero y aliado de ocasión de la reina doña Urraca y de su hijo Alfonso VII, la Historia Compostelana contiene una enorme cantidad de información sobre la situación de la monarquía leonesa y de sus habitantes en aquellos tiempos.

         Desde Santiago, al final del famoso Camino, al que la propia ciudad daba nombre, a mediados del siglo XII, se nos aporta de esta manera una de las narraciones más apasionadas y apasionantes de la Edad Media española. Allí están las tradiciones y los milagros que hicieron de Compostela, uno de los tres grandes santuarios de la Cristiandad, junto a Jerusalén y Roma; las grandes obras y construcciones que se realizaron, sobre todo en tiempos de Gelmírez, en el templo apostólico y en la ciudad jacobea; los peregrinos que la frecuentaban, algunos muy ilustres, y los burgueses que la habitaban, no siempre pacíficos ni conformes con el gobierno de los prelados.

         No faltan en la narración referencias sustanciosas a los enfrentamientos, casi inevitables del primer arzobispo compostelano con otros señores laicos de Galicia, como la familia Traba. Tampoco sus incursiones en territorio lusitano, y su fuerte competencia con la diócesisde Braga, cuyo “heroico” saqueo de reliquias, perpetrado por el propio Gelmírez, es presentado por la Historia Compostelana, como uno de los hechos más gloriosos de su pontificado.

         Y es que, además de fuente inagotable de relatos, esta obra es un buen ejemplo de lo que se puede llegar a hacer con una obra histórico-literario o biográfica. Informar, entretener y demostrar...

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