Asturias, Galicia, León y Castilla

ASTURIAS

Asturias, el antiguo hogar de los astures trasmontanos entre los ríos Navia y Sella a orillas del Cantábrico en el Norte de España, tiene actualmente una extensión territorial de 10.603,57 km2, si se incluyen todos los territorios del actual Principado, comunidad autónoma dentro del Estado Español. El origen medieval de esta entidad histórica está directamente relacionado con la resistencia cristiana frente a la invasión musulmana de la Península Ibérica en el siglo VIII d.C. Aunque fue objeto de ocupación por los invasores, al igual que ocurrió con otros territorios de su mismo ámbito, la presencia islámica no llegó a consolidarse. Primero lo impidió la rebelión capitaneada por don Pelayo hacia el año 722 en Covadonga, lugar situado en la zona Norte de los Picos de Europa; pero también contribuyó al fracaso de la invasión, la llamada despoblación del valle del Duero, que dejó al territorio asturiano muy lejos de los centros de poder musulmán.

Esta misma circunstancia provocó, además, importantes cambios en la organización de los territorios ubicados a lo largo de la costa y de la cordillera cantábrica, libres de la ocupación musulmana pero totalmente desorganizados como consecuencia de la destrucción del Reino Visigodo. Los cronistas de la época del rey Alfonso III (866-910), ya con perspectiva, nos hablan del territorio asturianopero también de Primorias, Liébana, Trasmiera, Sopuertas, Carranza, y las Bardulias, que por entonces ya se llamaba Castilla y que, junto al la parte marítima de Galicia, fueron en realidad los ámbitos originarios de una nueva monarquía.

A su vez, esta nueva organización estuvo relacionada con la supervivencia, en aquellos lugares, de un tipo de sociedad cristiana jerarquizada. Así ocurrió en el territorio centro-oriental de la Asturias, entre los ríos Nalón y Deva verdadero espacio original del núcleo de resistencia frente al Islam. Allí fue donde triunfó en primera instancia la rebelión de Pelayo (722-737), un notable local, posiblemente antiguo propietario y en principio sometido a los musulmanes, pero capaz de organizar y ponerse al frente de la revuelta, junto a otros notables y sirvientes hasta su muerte en el año 737.

Su hijo Fabila (737-739), muerto prematuramente, y después su yerno el cántabro Alfonso I (739-757), le sucedieron como reyes al frente de la resistencia cristiana, convirtiendo a Asturias, territorio hasta entonces periférico, en el centro de una nueva formación política incipiente. Se trataría de algo más que de un núcleo de resistencia frente al Islam, pues desde el primer momento sus dirigentes, sin abandonar principios y planteamientos de época visigótica, que acabarían retomando y rentabilizando políticamente en épocas posteriores, iniciaron la nueva reorganización de los espacios a que se refería la Crónica de Alfonso III.

El afán reorganizador y repoblador, como lo denominan los mismos cronistas, llevó al citado rey Alfonso I a realizar una larga expedición por las ciudades y campos abandonados por los musulmanes en las márgenes del río Duero, para reconocer el terreno y posiblemente trasladar hacía lugares seguros de la montaña a la población que había quedado desamparada. El abandono sufrido por la Alta Meseta del Duero después de estas campañas, precedido por el que habían protagonizado los musulmanes, fue lo que propició la formación de una especie de "desierto estratégico” o tierra de nadie, poco o nada habitado, que mantuvo relativamente alejada la presencia islámica del naciente reino de Asturias.

Sin embargo, este último no le libró de las agresiones o razzias, campañas veraniegas organizadas por los Emires de Córdoba contra los núcleos de resistencia cristianos, hasta principios del siglo XI d.C. Por eso, el principal cometido de los monarcas asturianos fue defender en la medida de lo posible sus territorios. Es verdad que no siempre pudieron contener estas acometidas ni evitar los graves daños que provocaban, pero su labor no dejó de ser eficaz, consiguiendo incluso algunos éxitos o comprando la paz a base de tributos.

Al mismo tiempo que los defendían, los reyes de Asturias tuvieron que asegurar su dominio en los territorios originarios, sofocando rebeliones, sobre todo en Galicia, en la Bardulia y en Álava, los más extremos y difíciles de dominar. A finales de siglo VIII d.C. Oviedo, un pequeño poblado desarrollado en torno a un monasterio, se había convertido ya en el centro político del reino, quizá por eso fue saqueada por los musulmanes en el 794. Sin embargo, para entonces ya ostentaba el poder el más importante de los reyes asturianos, Alfonso II (791-842), que derrotó a los invasores en la batalla de Lodos. Además convirtió a Oviedo en la verdadera capital administrativa y política del reino; también eclesiástica, al implantarse allí un nuevo obispado, erigido el año 812. Se habla además de renacimiento cultural y de replanteamiento político, cuyo reflejo se encuentra en la arquitectura perrománica del monte Naranco. Incluso pudo ser entonces cuando se pusieron en marcha los sentimientos neogóticos, propugnados por los emigrantes mozárabes llegados cada vez en mayor número del sur de la Península, huyendo de la dominación islámica y añorando la restauración del viejo reino visigodo desaparecido; lo que habría producido incluso la idea originaria de Reconquista, que los reyes asturianos acabarían asumiendo como propia.

La apertura de miras de los dirigentes del pequeño reino de Asturias, se pudo probablemente completar con las primeras relaciones con la Europa de Carlomagno. Sea como fuere, los sucesores de Alfonso II se mostraron particularmente activos, sobre todo Ordoño I (850-866) que a mediados del siglo VIII d.C. repobló la ciudad de León y reconstruyó las murallas. No fue el único lugar que, aprovechando los momentos de debilidad del Emirato de Córdoba, los asturianos y las poblaciones de los ámbitos que dominaban se decidieron a recuperar y repoblar. También se repoblaron Tuy en Galicia, Astorga en León y Amaya en Castilla, siendo esta labor repobladora particularmente intensa durante el reinado del último de los monarcas asturianos Alfonso III (866-910), a quien debemos la mayor parte de la información referente a sus antecesores, gracias a la redacción de las citadas Crónicas Asturianas

La labor repobladora, fruto de su propio dinamismo, que derivó además en verdaderos afanes de reconquista, determinó un cambio importante para la historia de Asturias a principios del siglo X d.C. Sobre todo, desde el momento en el que el ya citado rey Alfonso III y sus sucesores trasladaron la capital del reino desde Oviedo a León. Sin perder su carácter originario, el territorio asturiano pasó a ser uno más dentro de la nueva monarquía, donde se vivieron las dificultades características del siglo X: predominio aristocrático con focos de rebeldía, a veces relacionados con la lucha por el poder o la sucesión al trono de León. Por otra parte esa misma aristocracia asturiana siempre tuvo bastante peso en la corte leonesa, incluso cuando desde mediados del siglo XI d.C. se impuso la dinastía navarro-castellana en todo el noroeste peninsular. Tanto los reyes de Castilla como los monarcas exclusivos de León de la segunda mitad del siglo XII d.C., se preocuparon por mantener y fortalecer su posición en Asturias. El desarrollo de las llamadas “polas” a principios del siglo XIII, como Llanes, Tineo y Pravia, fue fruto de la iniciativa repobladora del rey Alfonso IX (1188-1230), que multiplicó la existencia de pequeños núcleos de concentración humana en el litoral asturiano.

Situada en el Camino de Santiago, el del Norte, por entonces el más seguro y frecuentado, Asturias también tuvo un papel relevante desde el punto de vista religioso. La devoción a las reliquias de la Cámara Santa en la Catedral de Oviedo, contribuyó sin duda a la afluencia de peregrinos, claramente constatada durante el siglo XI d.C. Pero fue en la época del obispo don Pelayo (1098-1129), autor de la Crónica que lleva su nombre, cuando la sede ovetense tuvo su época más gloriosa, además de las obras materiales que se llevaron a cabo en su tiempo, el prelado defendió, no sin graves tergiversaciones, la importancia histórica de la iglesia asturiana frente a las grandes sedes peninsulares, consiguiendo que Oviedo fuera diócesis exenta durante toda la Edad Media.

Junto a la influencia eclesiástica hay que reseñar la de los señores laicos de la tierra, importante durante toda la Edad Media. Sin embargo, a finales del siglo XIV, en la época de la dinastía Trastámara, el mayor señorío nobiliario de Asturias pasó a ser propiedad de la Corona de Castilla, siendo adjudicado por rey Juan I (1379-1390) a su hijo Enrique III (1390-1406) como Príncipe heredero. De tal manera que, lo que no dejó de ser un hecho puntual, relacionado con los problemas dinásticos que había ocasionado la revolución Trastámara en Castilla, acabó institucionalizándose y convirtiendo a Asturias en un Principado.


GALICIA

 Galicia ubicada en el extremo noroccidental de la Península Ibérica, se asienta sobre un espacio geográfico con características bastante peculiares, incluido un relieve extremadamente fragmentario y poco accesible, que han influido no poco en su configuración histórica. Actualmente ocupa una extensión de 29.434 km2, que corresponde a su delimitación durante la Edad Media, al quedar diferenciada de otros territorios de la antigua Gallaecia romana, sobre todo por el Sur con la separación progresiva de la zona bracarense, al Norte del actual Portugal, de la lucense entre el río Miño y el Mar Cantábrico .

Antes de producirse estas delimitaciones territoriales, que serán sobre todo fruto de la invasión islámica y del proceso de Reconquista, la época medieval se inicia en Galicia con las invasiones germánicas durante las primeras décadas del siglo V, que conllevaron la presencia de una minoría dominante, la de los suevos, hasta finales del siglo VI.

A esta dominación sucedió la de los visigodos, durante 125 años más, hasta el 712, que no varió demasiado la situación social y económica de la etapa anterior. Por su parte la ocupación musulmana -durante las primeras décadas del siglo VIII- apenas duró 30 años, pues los invasores la abandonaron y su dominación no llegó a ser efectiva al Norte del río Duero, por lo que tampoco hubo en el ámbito galaico una verdadera islamización.

El destino de la Galicia lucense, tras el fracaso en su territorio de la invasión musulmana, fue integrarse en una nueva entidad política que acababa de nacer: la monarquía asturiana. Por su parte la Galicia bracarense o del Sur quedaba como tierra de nadie, futuro ámbito de repoblación y reconquista cristiana, que no dejará de desarrollar su propia entidad territorial. Una y otra sirvieron de refugio a parte de la población mozárabe que, procedente de otros territorios, como la antigua Lusitania o del interior de La Meseta, prefirió huir de los invasores islámicos.

Aunque no es seguro que la incorporación de Galicia lucense al Reino de Asturias fuese totalmente pacífica, muy pronto la necesidad de defenderse contra los ataques musulmanes la propiciaron, sobre todo a partir del reinado de Alfonso II (791-842). También por entonces se produjo un hecho que acabó teniendo enorme trascendencia para la historia de Galicia y, en general, de toda Europa: el descubrimiento o “invención” del Sepulcro de Santiago Apóstol.

Con el apoyo de la realeza asturiana y de su sucesora la leonesa, el poder aristocrático en Galicia se hizo cada vez más fuerte, hasta constituirse en un grupo social dominante. A la sombra de estos grupos nobiliarios, a lo largo del siglo X, terminaron por formarse grupos de milites o infanzones que colaboraban con aquellos y recibían sus propias gratificaciones, participando del poder social y económico a un nivel menor. Por su parte, el campesinado, grupo mayoritario de la población, mantiene un carácter heterogéneo entre la libertad y la servidumbre, en distintos grados, que habrá de decantarse con el tiempo hacia un proceso predominante de señorialización.

Durante aquel mismo siglo X y hasta mediados del siglo XI, aunque llegó a tener sus propios régulos o reyes, Galicia permaneció plenamente integrada en la monarquía leonesa, dentro de la cual tuvo siempre bastante peso político. Bien es verdad que su importancia se fue debilitando con el desarrollo de la Castilla condal, así como por el distanciamiento dentro de su propio territorio entre la zona lucense y la bracarense, el futuro territorio “portucalense”.

Hasta finales del siglo X Galicia no se libró de la amenaza musulmana, sobre todo en la época de Almanzor (976-1002), cuando el caudillo musulmán realizó en el año 997 una de sus campañas más devastadores, que conllevó el saqueo de Santiago de Compostela. Sin embargo, la derrota del Califato de Córdoba a principios del siglo XI dejó a la Galicia lucense en la retaguardia de los territorios cristianos, muy lejos de las agresiones islámicas.

A partir de entonces Galicia es ante todo la tierra del Apóstol, es decir una referencia religiosa cada vez más importante, abierta a través del Camino de Santiago a todos los países de la Cristiandad, pero también un ámbito periférico cada vez más alejado de los grandes centros de poder y dominado por determinados poderes locales, sobre todo de carácter eclesiástico.

Todavía durante la segunda mitad del siglo XI y principios del siglo XII el rey don García (1065-1072), único privativo de Galicia, y poco después el conde Raimundo de Borgoña (1091-1107), casado con la entonces infanta doña Urraca, representan dos períodos de autogobierno, que sin embargo no tuvieron continuidad ni como reino ni como condado independientes y, a la larga, lo único que propiciaron fue la independencia de la Galicia del Sur o bracarense, el futuro Portugal.

Al margen de estas circunstancias, no cabe duda de que la época del arzobispo Gelmírez (1099-1140) es la más brillante de la historia de Galicia. Es indudable que, como obispo de Compostela, y más tarde como arzobispo, desarrolló una actividad particularmente intensa e importante, que llevó a la diócesis a convertirse en metropolitana y a competir incluso con la iglesia primada de Toledo. No muy distinta fue su actuación política, de la que da cumplida cuenta la Historia Compostelana.

La época de Gelmírez es también el momento en el que el Camino de Santiago de Compostela alcanzó un mayor auge. A lo largo de esta vía de peregrinación, descrita en el famoso Códice Calixtino, nacieron albergues y hospitales, se repoblaron ciudades y se fundaron iglesias y monasterios. Galicia como final del trayecto no dejó de ser beneficiaria de este proceso, que estuvo acompañado por una importante expansión de las órdenes religiosas, incluidos Cluny y el Císter. A lo que habría que sumar el desarrollo urbano y el ordenamiento jurídico impulsados por los últimos reyes privativos de León Fernando II (1157-1188) y Alfonso IX (1188-1230).

La reunificación definitiva castellano-leonesa y, sobre todo, el fin de la Reconquista, a mediados del siglo XIII, supusieron para Galicia una nueva etapa política de marginación con respecto a los grandes ámbitos de poder de la Península. Los monarcas castellanos enviaron a Galicia administradores y autoridades para que les representasen, lo que significó el alejamiento del territorio gallego de la propia autoridad monárquica, que a partir de entonces se ejerció de forma representativa.

Primero fueron los Merinos Mayores de Galicia, con atribuciones administrativas y judiciales, los que impusieron su autoridad sobre los antiguos tenentes. Ya a finales de siglo, durante el gobierno de Alfonso X (1252-1284) se nombraron Adelantados Mayores, con mayor poder y categoría que los anteriores, verdaderos virreyes, designados de entre los miembros de la Alta Nobleza o, incluso, de la propia familia real.

La crisis del siglo XIV afectó de forma particularmente grave a Galicia, a la peste, el hambre y otras calamidades se unieron las repercusiones de los conflictos armados que se estaban produciendo en Castilla. El triunfo de Enrique II (1369-1379) de Trastámara en 1367, fue ante todo el triunfo de la nobleza que fue premiada con mercedes y prebendas, de forma particular en Galicia. Una serie de casas capitaneadas por determinados magnates con sus caballeros y escuderos, se convirtieron en los elementos nucleares de la nueva sociedad de hidalgos. En su seno predomina la solidaridad que no existe para el conjunto del territorio, pues se trata de un problema de supervivencia. Los grupos se forman compartiendo bienes y hacienda, bajo la tutela de un superior jerárquico que garantizaba, entre otras cosas, la continuidad del sistema.

El hambre de poder de estas casas nobiliarias, su desenfreno en muchos casos, no tuvo contrapeso en la debilidad de la monarquía Trastámara. Una vez terminada la Reconquista, salvo las esporádicas campañas contra Granada, tampoco hubo salida para aquellas fuerzas nobiliarias, que desde sus torres y fortalezas acabaron por generar graves conflictos sociales, cuyo máximo exponente son las llamadas guerras irmandiñas.

En Galicia, los momentos más graves de esos levantamientos provocaron verdaderas guerras civiles, que en algunos casos llegaron a durar varios años. Las causas inmediatas fueron la arbitrariedad y la injusticia practicada de forma sistemática por los principales elementos de la nobleza laica, sobre un sistema de poder de supremacía eclesiástica, que acabó por hacer particularmente difícil la situación de la población no privilegiada.

La victoria final fue de los nobles, a quienes Enrique IV (1454-1474) otorgó los honores del triunfo con títulos y prebendas. Pero los tiempos de debilidad monárquica frente al poder nobiliario en la Corona de Castilla, estaban a punto de llegar a su fin. A partir de 1474 la guerra de Sucesión y el triunfo final de los Reyes Católicos, acabaron por imponer, también en Galicia, un nuevo orden político. 


LEÓN

    León es un ámbito territorial ubicado en la parte occidental de la Península Ibérica, que ocupa un total de 38.487 km2 al norte y al sur del rio Duero, entre Castilla y Portugal. Como entidad histórica, el Reino de León tuvo su origen en el avance de la monarquía asturiana a partir del siglo X d.C., cuando se trasladó la capital del reino desde Oviedo a la antigua ciudad de León, que tuvo que ser restaurada. Ya a mediados del siglo VIII el monarca asturiano Alfonso I (739-757), gracias al abandono musulmán del valle del Duero, pudo llegar hasta las inmediaciones de la antigua urbe romano-visigoda, encontrándola deshabitada. Un siglo después, Ordoño I (850-866) inició su repoblación; pero fue su hijo Alfonso III (866-910), el último de los monarcas asturianos, quien puso los fundamentos de la nueva monarquía. Las crónicas al servicio de este monarca, llamadas Albeldense, de Alfonso III Profética pretenden dar cuenta de los fundamentos de este proceso, incluyendo un fuerte sentimiento neogótico, que conllevaría un deseo restaurador del antiguo reino visigodo de Toledo, previa expulsión de los invasores. En definitiva, los planteamientos teóricos de lo que llamamos Reconquista, que ya no se podrían haber llevado a cabo desde el estrecho territorio asturiano y que requerían la posición avanzada de León.

    La monarquía leonesa nació por tanto con una clara vocación peninsular e hispánica, frente al Califato de Córdoba que por entonces también se constituía. En realidad, la diferencia entre estas dos entidades era abismal: los sucesores de Alfonso III que, a partir del 914, se titularon reyes de León e, incluso a veces como él, emperadores, apenas contaban con medios humanos y materiales para desarrollarse o realizar avances importantes, frente a un Estado poderoso y extenso como era el Califato. Todo esto explica que el primer siglo de historia de la monarquía leonesa, sea en realidad una permanente lucha por la supervivencia. Caudillos más que monarcas, los reyes leoneses trataron de defender sus precarios territorios frente a las razzias islámicas; alcanzando algunos éxitos y no pocas derrotas. Además, las luchas internas y la competencia con otras autoridades cristianas de la Península, como los condes castellanos o los Reyes de Navarra, complicaron todavía más la situación de la joven monarquía.

    El siglo X, con su epílogo en la terrible hegemonía militar impuesta desde Córdoba por Almanzor (976-1002), fue en efecto un siglo de resistencia. No faltaron, sin embargo aspectos importantes que reforzaron el porvenir y papel histórico y político de León dentro del ámbito peninsular, aunque no necesariamente relacionados con la tradición neogótica. Entre ellos se incluye un primer desarrollo de las instituciones políticas, que afectan a la propia realeza hereditaria o a sus órganos e instituciones de gobierno y administración, como el Palatium Regis. Mayor importancia tiene todavía el desarrollo de los regímenes de explotación de la tierra o de algunos aspectos de la vida económica, como la agricultura y la ganadería; o el reforzamiento de la estructura social y feudal.

    También es destacable el desarrollo de la Iglesia y la progresiva influencia e inmigración mozárabe desde el Sur, con sus importantes consecuencias demográficas y culturales. En definitiva, la propia supervivencia del reino de León fue ya un éxito pese a los altibajos, retrocesos e incluso humillaciones a que sus enemigos le sometieron durante la primera centuria de su existencia.

    La llegada del siglo XI trajo para León, como para el resto de las entidades políticas peninsulares, cambios importantes y nuevas perspectivas, gracias sobre todo a la crisis del Califato de Córdoba.

    En León, el rey Alfonso V (999-1028) pudo elaborar las primeras leyes territoriales de la Reconquista, el llamado Fuero de León (1020). Hasta ese momento, los reyes asturleoneses no se habían preocupado de fijar las normas que habían de regir la vida de su comunidad, ateniéndose a la costumbre o a la vieja tradición visigótica. Entonces el esfuerzo legislador correspondió a un interés inmediato por fortalecer la unidad con disposiciones de carácter general; empezando por lo que atañe a la Iglesia, pero también a la administración civil de justicia o a la posición social y económica de los individuos, especialmente de aquellos que, como los iuniores o colonos, se encontraban inmersos en el régimen señorial. En general, los magnates, hombres libres y siervos entraron entonces dentro del programa de acción de la Corona, cuya autoridad garantizaba la libertad jurídica o sancionaba sus dependencias económicas conforme a su función o a su situación preexistente.

    Tampoco olvidó Alfonso V las viejas raíces de la monarquía, considerándose de la estirpe de los reyes gothorum y gustando de citar la vieja Lex Visigothorum. Se trata además de un decidido continuador del imperialismo asturleonés, que vimos nacer en los albores de la Reconquista.

    Sin embargo, la muerte prematura de este monarca y la derrota de su hijo y sucesor Bermudo III (1028-1037) frente a Castilla y Navarra, en 1037, supusieron un nuevo giro importante en la historia del reino de León. Representó, ante todo, primero de forma temporal y después definitiva, su inclusión en una entidad política más amplia, junto a su antiguo condado de Castilla convertido en reino. En esa nueva monarquía castellano-leonesa, el viejo reino de León no perdió su primogenitura, pero sí su posible hegemonía y parte de su propia iniciativa en el ámbito peninsular. Una y otra correspondieron desde entonces a Castilla, incluida incluso la vieja titulación imperial de los reyes leoneses.

    Esta integración leonesa en una monarquía fuertemente castellanizada no supuso, sin embargo, la anulación inmediata de su propia personalidad. En algunas ocasiones volvió a gozar de plena independencia, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XII y primeras décadas del XIII. Entre tanto, la hegemonía castellana se vio neutralizada por el leonesismo de algunos de sus monarcas, como el emperador Alfonso VI (1065-1109), o las dificultades de la propia Castilla, ocupada por los aragoneses durante el reinado de doña Urraca (1109-1157) en los primeros años del siglo XII; entonces y siempre fue León centro del legitimismo monárquico y dinástico.

    Además, pudo llevar a cabo su propia reconquista, narrada por cronistas como el obispo de Astorga Sampiro y sus continuadores. El avance se dirigió fundamentalmente a la actual Extremadura, comenzando con la conquista de Coria en 1142. Por la Chronica Adefonsi Imperatoris, dedicada al reinado de Alfonso VII (1126-1157), sabemos que los milites de Zamora y Salamanca engrandecieron sus ciudades, gracias a sus "algaras" o correrías por tierras musulmanas.

    El rey Fernando II (1157-1188), que heredó el reino separado del de Castilla, tuvo dominio temporal sobre Cáceres, como punta de lanza de su avance, sólo frenado temporalmente por la invasión de Al-Ándalus desde África por los almohades, que sustituyeron a los almorávides a mediados del siglo XII. Esto provocó la aparición de las Órdenes Militares: en 1164 algunos caballeros salmantinos constituyeron la Orden de San Julián de Pereiro, más tarde llamada de Alcántara, su principal plaza fuerte; otros caballeros formaron, hacia 1170, una comunidad en Cáceres, ciudad que les fue cedida por el rey de León, llegando a constituirse como Orden Militar bajo la advocación y el nombre de Santiago.

    Con Alfonso IX (1188-1230) el reino de León terminó su propia configuración territorial y política, antes de su definitiva incorporación a la Corona de Castilla. La ocupación estable de Cáceres, Mérida y Badajoz, junto con otras poblaciones, ya en el camino de Sevilla, supone la culminación de su proyección reconquistadora, todavía en competencia con la misma Castilla o con Portugal. Mientras tanto, la actividad repobladora y el desarrollo de los concejos contribuyeron a la maduración social y política del reino; como lo demuestra la convocatoria, por el mismo Alfonso IX, y la celebración, en 1188, de las primeras Cortes que tuvieron lugar en la Península y aún en Europa. No menos importante resultó ser la fundación de la Universidad de Salamanca en 1227.

    Apenas tres años después, el rey castellano Fernando III (1230-1252) heredaba también el Reino León. A partir de entonces este último dejó de tener entidad propia, para ser una parte más de la monarquía castellana, prácticamente sin distinción en su evolución política y territorial. El gran esfuerzo reconquistador y repoblador al sur del Tajo, que había propiciado la Batalla de las Navas de Tolosa (1212), fue empresa común de los castellano-leoneses. Igual que ocurrió con la monarquía, salvo excepción, las cortes se unificaron para los dos reinos. Una nobleza dominante, por encima de cualquier compartimentación territorial, al amparo de la dinastía trastámara, completó el proceso de integración de León en la monarquía castellana durante la Baja Edad Media.


CASTILLA 

Se denomina Castilla a una entidad política cuyo desarrollo a lo largo de la Edad Media, consecuencia del avance cristiano en la Península Ibérica frente al Islam, supuso la creación de la mayor de las monarquías hispánicas. A principios del siglo XIII. d. C., antes incluso de la reconquista de Andalucía, el Reino de Castilla propiamente dicho ocupaba ya el 25% de la superficie peninsular; mientras que al final de la Edad Media, sin haberse llegado todavía a unirse con la Corona de Aragón, la llamada Corona de Castilla abarcaba más del 65% de esa misma superficie, unos 380.000 km2 .

Sus orígenes están relacionados con la reorganización territorial que tuvo lugar entre la cordillera cantábrica y el río Duero, tras el abandono de aquella zona por los invasores musulmanes a mediados del siglo VIII d.C. En este caso se trataría del territorio, de unos 15.000 km2, comprendido entre las cuencas altas del río Ebro y del mismo Duero, en la parte oriental más avanzada del Reino de Asturias. Aunque se trata de un hecho incierto, los cronistas de finales del siglo IX d. C. dicen que primero se llamaba Bardulia, nombre procedente probablemente de las tribus prerromanas que lo habitaron. En realidad, la zona había empezado a cobrar vida y a repoblarse a principios de aquel mismo siglo, fundándose la primera diócesis en Valpuesta al noreste de Burgos el año 804. Al noroeste de esta misma ciudad el primer conde Rodrigo repobló Amaya y la cuenca del Arlanzón, defendiendo su flanco oriental de los ataques de los musulmanes de Zaragoza con numerosas fortalezas, por lo que se comenzó a denominar a la zona como Castella. Su hijo Diego Porcelos fundó Burgos por orden del rey asturiano Alfonso III (866-910) en el año 884, siempre haciendo frente a la presión musulmana. Pero fue a principios del siglo X cuando la repoblación castellana llegó hasta el Duero, donde hubo de librar una durísima batalla contra el Califato de Córdoba.

No en vano se trataba de un espacio fronterizo, abierto y ocupado por una sociedad de procedencia muy heterogénea, donde con el sustrato ibérico se fundieron elementos germánicos, mozárabes, cántabros y vascos hasta formar un pueblo de guerreros libres, muy diferente al de otros núcleos de resistencia cristianos, mucho más primitivo y menos jerarquizado, con una lengua propia que los fue diferenciando de sus vecinos. Sin más derecho que el consuetudinario y con jefes que no eran nobles ni reyes sino caudillos, aunque algunos de ellos recibieran el título de conde de los monarcas asturleoneses.

Tal es el caso de Fernán González (h.930-970), conde de Lara, que durante casi cuarenta años, los centrales del siglo X d.C. puso las bases para que Castilla se convirtiera en uno de los grandes impulsores de la Reconquista. Sobre todo dio más cohesión al territorio, una franja que desde Asturias de Santillana en el cantábrico se alargaba hasta más allá del Duero, con la repoblación de Sepúlveda en el 940, dominando incluso en Álava y compitiendo con las dos monarquías que habían capitaneado la resistencia cristiana desde sus inicios, Navarra y el Reino de León, al que en principio pertenecía, como condado. El conde Fernán González, mitificado por los cantares de gesta, género literario predominante en la formación y desarrollo de Castilla, encontró continuidad en sus descendientes, que constituyeron una verdadera dinastía condal.

García Fernández (970-995) y Sancho García (995-1017) tuvieron que hacer frente a las terribles acometidas del Califato, sobre todo durante la época de Almanzor (976-1002), pero no solo sobrevivieron sino que fue el último de estos condes, Sancho García, quien tomó la iniciativa en cuanto los musulmanes comenzaron a dar muestras de debilidad, como consecuencia de la crisis del Califato durante las tres primeras décadas del siglo XI d.C. Los castellanos no solo recuperaron el terreno perdido en el Duero, sino que comenzaron sus propias expediciones de castigo que llegaron incluso hasta Córdoba.

Se trataba del inicio de un cambio irreversible en la Península Ibérica, el avance cristiano y el retroceso islámico, y en el que Castilla no dejó nunca de jugar un papel importante. Sin embargo, la dirección de este avance y la consiguiente supremacía a nivel peninsular de los reinos y condados cristianos, solo temporalmente contrarrestada por nuevas invasiones africanas entre los siglos XI y XII, no recayó directamente en los condes castellanos, ni siquiera en los reyes de León, sino en los descendientes de Sancho III el Mayor de Navarra. Uno de sus hijos, Fernando I (1037-1065) se convirtió en el primer rey de Castilla, al unir la herencia del antiguo condado con la corona de León, en un proceso político por el que se constituyó la llamada monarquía castellano-leonesa.

De todos los territorios que componían esta nueva monarquía, Castilla adquirió un protagonismo muy relevante, sobre todo en la dirección de la Reconquista. Primero fue el régimen de parias, implantado por el mismo Fernando I para esquilmar a las débiles taifas andalusíes y en el que personajes como el Cid, prototipo del guerreo castellano, acabaron teniendo tanta relevancia. Después el avance en la Extremadura castellana hasta la conquista de Toledo por el rey Alfonso VI (1076-1109), sobre el río Tajo, puso a los castellanos en primera línea para la conquista de Al-Ándalus; solo la invasión almorávide en 1086 retrasó su avance. Entre tanto, los monarcas castellano-leoneses pudieron acordar de forma muy ventajosa con los de Aragón, que tenían un avance más lento en el Ebro, el reparto de los territorios pendientes de conquistar.

El más importante de estos acuerdos fue el Tratado de Tudején, el 27 de enero de 1151, entre Ramón Berenguer IV de Barcelona (1131-1162) y el monarca castellanoleonés Alfonso VII (1126-1157). Según lo acordado el conde catalán y príncipe de Aragón podría incorporar a su monarquía las tierras de Valencia y Denia; mientras que al monarca castellano le corresponderían el resto de los territorios todavía ocupados por los musulmanes. Estas previsiones fueron ratificadas en el tratado de Cazorla (1179) entre Alfonso VIII de Castilla (1158-1214) y Alfonso II de Aragón (1162-1196).

No importó mucho que la invasión de los almohades que se había iniciado ya en 1150, volviera a retrasar la realización de los acuerdos. Tampoco influyó a este respecto que Castilla estuviera separada de León durante la segunda mitad del siglo XII, tras la segregación de Portugal, pues la reunificación a principios del siglo XIII puso en manos de Castilla toda la repoblación de Andalucía y el sureste peninsular, quedando solo exceptuado el Algarve portugués.

La última puerta de Al-Ándalus se abrió con la Batalla de las Navas de Tolosa en 1212, en la que participaron casi todos los reinos cristianos de la Península, que derrotaron definitivamente a los almohades. En 1244 por el tratado de Almizra Castilla y Aragón, que estaban consumando la conquista de Andalucía y Levante respectivamente, ratificaron lo acordado con anterioridad. Castilla retuvo el reino de Murcia y completó la ocupación de todo el territorio andaluz, excepto el llamado Reino de Granada, último reducto de la presencia musulmana en la Península hasta su conquista en 1492.

Al mismo tiempo que culminaba la reconquista y atendía a la repoblación y reorganización de las ciudades andaluzas y de los extensísimos territorios ocupados, la Corona de Castilla había iniciado un proceso de desarrollo institucional. Previo incluso a este desarrollo fue el de los concejos y las ciudades, llamados a jugar un papel importante desde el punto de vista social y económico, aunque también político a través de las Cortes. Tampoco dejó de ser destacable el crecimiento eclesiástico, con la restauración de diócesis y fundación de monasterios. Pero la consolidación de la monarquía se fundamentaba sobre todo en el reforzamiento del poder real, único capaz de integrar el territorio y desarrollar una administración; eso sí, sobre una base jurídica que tiene su mejor exponente en las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio (1252-1284).

Sin embargo, desde finales del siglo XIII d.C. la Corona de Castilla se enfrentó a gravísimos problemas. Sobre todo la lucha entre Nobleza y Monarquía, que se sumó a la crisis general que azotó al Occidente cristiano durante el siglo XIV d.C. El poder que detentaba la nobleza “vieja” de los siglos anteriores, fue sustituido por el de una “nueva”, que incluía a los infantes de la familia real y que hizo frente a la monarquía, hasta derrotarla en la Revolución Trastámara. Es verdad que la instauración de la nueva dinastía con Enrique II (1367-1379) supuso el inicio del camino hacia la modernidad de la Corona de Castilla, pero siempre condicionado por un poder nobiliario que llegó a ponerla en peligro, sobre todo durante el reinado de Enrique IV (1454-1474). Sólo la llegada de los Reyes Católicos y la unión definitiva con Aragón, supuso el triunfo del poder real y una nueva etapa de expansión.

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