Hoy ser
historiador es un oficio digno pero poco rentable, en realidad nunca lo ha sido
demasiado, lo de rentable, por el mero hecho de tratarse de una profesión, como
casi todas las que derivan hacia la enseñanza
o la mera producción cultural, que por lo general no asegura ni
proporciona lo que habitualmente llamamos porvenir. Algunos hemos tenido la
oportunidad de ejercerla con cierta dignidad y desahogo en el ámbito
universitario, otros lo han hecho de forma similar en las enseñanzas medias; a
pesar de que cada vez es menor el peso que ha venido teniendo la enseñanza de
la Historia en la formación de los más jóvenes.
No han faltado
quienes estudiando Geografía e Historia o la antigua Filosofía y Letras, hoy
Humanidades, acabaron desarrollando su vida profesional en ámbitos muy
diversos, más o menos relacionados con la formación universitaria que
recibieron. Incluso algunos, y conozco más de un caso, que acabaron triunfando
como ejecutivos en la empresa privada, donde sí encontraron éxito material y
recompensa económica.
Aunque estos
últimos son los menos e incluso la excepción que confirma la regla, me gusta
destacarlo porque su éxito, del que en
algunos casos he sido testigo directo, al margen de otros factores y
cualidades, sin duda estuvo facilitado por su buena formación humanística.
Sin embargo,
el problema de ser hoy historiador no es simplemente cuestión de rentabilidad,
que ya es bastante; le afectan además otras circunstancias importantes. Por una
parte la pérdida de terreno que han sufrido, en general y desde el siglo de la
Ilustración, las ciencias humanas frente a las ciencias naturales e, incluso,
frente a las ciencias sociales. No cabe duda de que nuestro estado de bienestar
actual, fundamentado en las mejoras científicas y tecnológicas, podría explicar
y hasta justificar este fenómeno.
Pero es que,
además, la misma Historia como ciencia, está dejando de ser uno de los grandes
instrumentos de que nos valíamos, hasta hace no mucho, para tratar de
comprender mejor e, incluso, mejorar el mundo en que vivimos. Ya le pasó a la
Teología con la llegada del Renacimiento, e incluso a la misma Filosofía, tras
ser sometida al racionalismo cartesiano y derivar finalmente en el materialismo
histórico.
Es verdad que,
a pesar de todo esto y de las tendencias positivistas del siglo XIX, durante el
siglo XX la Historia como ciencia vivió una de sus etapas más fructíferas y gloriosas:
escuelas e historiadores de gran importancia y renombre realizaron una labor
excepcional. Incluso médicos y pensadores, como Marañón o Madariaga, acabaron
siendo historiadores. Hoy ya no, el pasado ya no nos da las respuestas que
esperábamos, quizá porque no nos las podía proporcionar, como antaño habían
hecho la Teología o la Filosofía. Como mucho, hoy preferimos acudir a
sociólogos, psicólogos o pedagogos para que nos den respuestas menos abstractas
y más útiles para nuestros problemas inmediatos.
Aunque la
afirmación pueda ser un tanto exagerada, se podría decir que entre escarceos
antropológicos, con planteamientos cada vez más pobres, y el eruditismo puro y
duro, la Historia languidece a falta de grandes maestros y grandes obras.
Desde la Antigüedad Clásica hasta nuestros días, siempre ha habido
historiadores que, con mayor o menor fortuna, han elaborado sus trabajos y han
escrutado en el pasado las razones de su presente, aun en momentos
particularmente oscuros y difíciles. Así lo hizo, a finales del siglo IX, el
autor de una Crónica que le mando hacer el rey Alfonso III de Asturias; quien
en medio de la rusticidad y sencillez de su relato, nos habla de los “rudos
tiempos” en que les había tocado vivir.
También hoy
podríamos decir que, “en estos rudos tiempos”, el de historiador es un oficio
digno aunque no sea muy rentable en primera instancia.
*Artículo publicado en el DIARIO DE FERROL el 28 de enero de 2012
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